Este sábado se constituirán los ayuntamientos. Cientos de vecinos asumirán una gran responsabilidad al ser nombrados concejales y, aún más, los que se conviertan en alcaldes. Todos se sumergirán en la política real donde las haya. Aquella en la que no se pueden esquivar las críticas porque a uno lo abordan en la cola del super, o tomando el vermú. Así que todos los nuevos miembros de las corporaciones locales vendrán con la lección aprendida: toca escuchar a la gente. Escuchar para saber lo que las personas piden y lo que les preocupa. Pero ¿sólo es escuchar? La fórmula es algo más complicada. Hay que escuchar, claro que sí, pero también, por incómodo que resulte y, desde el máximo respeto, decir que no. El compromiso con la participación social no supone que todo lo que salga de ella, sea intachable, no criticable, o deba ser convertido en ordenanza. Y por momentos me parece que buscamos y fomentamos al político colega. Aquel que siempre nos diga que sí, con el alto riesgo de que nos esté mintiendo y aumente así la desconfianza hacia la política, o nos dé la razón, pero sin medir las consecuencias de ello. Es como si al sentirnos más clientes (que hay de lo mío que ya pago mis impuestos) que ciudadanos (tengo unos derechos y obligaciones para con mi comunidad), tuviésemos siempre la razón. La política pasa indudablemente por la escucha, pero también por hacer desde la humildad pedagogía, informando y formando sobre las múltiples variables que entran en juego con cada tema. Porque tan importante como que nos escuchen, es que nos digan que todo lo que demandamos no siempre es legal, o que no es factible, o que choca frontalmente con los intereses de otros vecinos, o que puede hipotecar el futuro, o que costará un ojo de la cara y la ronda la pagamos entre todos, o sencillamente, que las instituciones, aunque lo intenten, no hacen milagros.