lgunas muestras de intolerancia, sectarismo, fanatismo y desprecio por el sufrimiento ajeno, incluido el dolor infligido a víctimas del terrorismo, así como a la diversidad en cualquiera de sus expresiones, que se han vivido en fechas aún recientes en Euskadi son ejemplo de la preocupante existencia aún en sectores de la ciudadanía de una cultura de la violencia que, tras décadas de estar inculcada y potenciada en parte del cuerpo social, se resiste a morir. Si bien el fin del ciclo de terrorismo por parte de ETA hace ya casi diez años abrió una nueva época y un clima social y político radicalmente distinto, también lo es que estas expresiones, además de intolerables, deterioran las relaciones, constituyen elementos de tensión y suponen un riesgo a corto y medio plazo porque amenazan la convivencia sana y democrática que se pretende construir. Aunque estas muestras de intolerancia e incluso de odio -aunque algunas puedan ser de signo muy distinto, como se acaba de comprobar en la marcha nazi celebrada en Chueca- no son privativas de Euskadi, sí que tienen elementos que necesariamente se deben abordar como sociedad, como los ongietorris, las pintadas, amenazas o las agresiones a la Ertzaintza. Conscientes de ello, las instituciones vascas están abordando los ejes básicos sobre los que cimentar unas bases sólidas que puedan ser compartidas. Tanto el Gobierno Vasco como el navarro han elaborado sendos planes de convivencia que, con elementos comunes y otros específicos y en fases de elaboración distintos -más embrionario el foral, ya definitivo el de la CAV-, buscan consolidar el objetivo estratégico y prioritario de la convivencia. En el caso del Gobierno Vasco, y tras un largo proceso de contraste, tiene ya aprobado el Plan de Convivencia, Derechos Humanos y Diversidad, Udaberrri 2024, en el que profundiza en la necesidad de establecer una mirada crítica -y sobre todo, autocrítica- a estas y otras expresiones de intolerancia o “exaltación simbólica” de la cultura de la violencia que aún perviven y generan agravios y revictimización en las víctimas y tensión social, lo que afecta de manera directa a la convivencia. Se trata, así, de acordar un modelo de actuación basado en la dignidad, la deslegitimación de la violencia, la defensa de todos los derechos humanos y el respeto y asunción de la pluralidad y la diversidad como elementos que nos enriquecen como sociedad.