l Pleno del Congreso valoró ayer una proposición no de ley que buscaba un mayor reconocimiento de las lenguas cooficiales del Estado y la equiparación de derechos de sus hablantes con los castellanoparlantes. Sin embargo, el posicionamiento de los partidos volvió a demostrar la dificultad de desideologizar ese debate. La iniciativa venía avalada por las organizaciones que defienden el uso de lenguas como el euskera, el gallego, el catalán, el aragonés y el asturiano, así como por los partidos nacionalistas vascos, catalanes y gallego, además de la izquierda española. Sin embargo, el de la lengua es un debate lamentablemente equiparado no a su cualidad cultural y social sino a la simbología que se le otorga, lo que lo lastra con los mismos prejuicios que arrastran otros elementos simbólicos del Estado, como la bandera, el himno, la Corona o las Fuerzas Armadas. Así, lo que podría ser un mecanismo de cohesión por el reconocimiento de la suma de riquezas socioculturales se pierde en un juego en el que una determinada concepción de la convivencia y sus reglas exige la adhesión inquebrantable y legalmente impuesta en lugar de alimentar la cohesión mediante la equiparación de derechos de realidades lingüísticas. Por este camino, en tanto se pretenda situarlas en situación de sometimiento frente a otra realidad tan valiosa como ellas -el castellano-, supeditadas a una diferenciación que no nace de la propia función de la lengua sino de su utilización en el pasado y el presente para sostener sobre ella un determinado concepto de ciudadanía, el efecto disgregador de la diferencia estará asegurado. Porque la diferencia que implica la vigencia de realidades socioculturales dispares no va a desaparecer. No lo hizo en los prolongados periodos de persecución a los que ha sido sometida en el pasado y no lo hará ahora que está amparada por una representatividad social creciente. La lengua oficial ha sido en el Estado español utilizada frente a otras lenguas que no son una amenaza cultural para ella. Y aún hoy, 43 años después de implantarse un marco de derecho de inspiración democrática, la simbología que rodea al castellano como aglutinador nacional impide a los partidos que aspiran a gobernar en el Estado reformular su papel en equilibrio con el euskera, el gallego, el catalán... El uso político de las lenguas empieza con su negación.