a valoración de la larga cumbre del Consejo Europeo y de su resultado en forma de acuerdo unánime de los 27 sobre el plan de recuperación y el Marco Financiero Plurianual ni debe ni puede eludir la certeza de que la alternativa al mismo hubiese supuesto cuestionar la capacidad europea para proporcionar una respuesta urgente a sus propias necesidades y, en consecuencia, el mismo futuro de la Unión. Desde esa base, la conclusión debe ser que la UE se da una oportunidad porque, pese a la imagen de regateo entre los Estados miembro, el acuerdo permitirá a la Comisión ofrecer prestaciones sin precedente para afrontar la persistente pandemia de COVID-19 y las muy amplias consecuencias socieconómicas de la misma. Entre esas prestaciones no es la menor que por primera vez el Gobierno europeo tendrá capacidad para endeudarse con el apoyo del BCE -explicitado ayer mismo por su presidenta Christine Lagarde- aunque no esté así recogido en los tratados que conforman la actual UE; lo que permite el fondo de recuperación de 750.000 millones en los tres próximos años (390.000 en subvenciones y 360.000 en créditos), de los que el Estado español recibirá 140.000, la mitad a fondo perdido, y sobre todo, sumados al presupuesto plurianual, elevar la capacidad de gasto de la Unión a los 1,842 billones de euros hasta 2027. Como tampoco es insignificante que pese a (o por) la resistencia de Holanda y Austria sobre todo, pero también de Dinamarca, Suecia y Finlandia, el control de los fondos destinados a los estados miembro no dependa ya directamente de la unanimidad en el Consejo Europeo, es decir, de la capacidad de veto de un estado, sino que pasará, a petición previa de la Comisión Europea, al Comité Económico y Financiero, de carácter técnico, como paso previo al último recurso de una mayoría de entre los 27. Todo ello conforma una batería económica desconocida en la historia de la unidad europea, pero también una alteración en los mecanismos decisorios de la Unión que pese a no evitar del todo que esa capacidad siga en manos de los estados, al menos equilibra la capacidad de influencia de los socios, aunque eso haya supuesto en este caso alargar el final del proceso aprobatorio que, en todo caso, vuelve a necesitar todavía de la aprobación final del Parlamento Europeo.