Lo lamenta en un relato, Chat, la exiliada beirutí Hoda Barakat: “Hemos luchado por enseñar el árabe a los hijos. Lo creíamos importante. Aunque para nosotros esta situación es trágica, para los hijos es cómica, pues no entienden tanta preocupación. Para ellos insistimos en hablar en árabe por nostalgia. Lo comparan con la tradición del kishk caliente en las frías tardes de invierno. ¡Mola! El árabe mola, pero, ¿qué importancia tiene?, preguntan. Es improbable que les interese debatir un tema que significa tanto para mí y tan poco para ellos. La lengua que habla mi hijo se la ha enseñado el mundo en el que vive.” Tras medio año sin pisarla, miles de alumnos vascos han vuelto al aula con todo el mundo en el que viven, que incluye youtubers, instagramers e influencers varios, saraos como La Resistencia y La Isla de las tentaciones, moñadas de Beret y Morat y videojuegos entre alienantes y belicosos. Ese mundo en el que viven, y en el que también viven muchísimos de sus progenitores, rara vez admite entre sus seres vivos a la lengua en la que aprueban y suspenden, a menudo convertida en mera herramienta roma. A ratos ya ni siquiera mola, pues para cierta chavalería no hay nada más institucional, más del sistema, que un idioma cuyas mayores alegrías y disgustos tienen forma de Bikain o Gutxi. No son lo que se llaman unas emociones fuertes. Se podrán enfadar padres y madres, pero hoy no gloso sus deseos: esto va de sus hijos e hijas. Y, sí, claro, abundan las excepciones según el contexto cultural e ideológico. Yo me limito a contar lo que veo, que no me parece mal ni fatal, solo normal. No sé si me explico.