Quizás lo suyo tras tener noticia de un suicidio, ese gran problema filosófico, sea atender a Pavese en su nota de despedida: “Non fate troppi pettegolezzi”, no os pongáis a chismorrear. Pero, ya que el drama privado algunos lo han convertido en público, e incluso en ideológico, el paisanaje podrá comentarlo aun a riesgo de tropiezo. Siempre es incómodo glosar la opción vital más vitalicia, única que llevada a cabo excluye el arrepentimiento.

Reducir el suicidio de un preso, y sus dos intentos anteriores, a mero fruto de la política carcelaria supone restarle humanidad. Es despojarlo de su soberano derecho a haber tomado ese atajo por causas que nadie, salvo su alma más íntima, conoce. Es eludir el alud de soledad, dudas, silencio y depresión que aplasta a toda persona privada de libertad, haya colaborado con un comando o violado a la vecina. No todo en este mundo, ni en esta muerte, lleva una bandera. Hay razones que empiezan y terminan en uno mismo. Y abunda el tiempo para pensar y repensarse ahí dentro.

Aceptemos, aun así, que ser miembro de una banda terrorista añade un matiz importante a la decisión de ahorcarse. Claro que, si subrayamos tal condición, me pregunto por qué se alude tanto a la presión del enemigo y nunca a la que uno padece en su conciencia, el motivo de su encierro, el cadáver del prójimo negreando la almohada. Porque matar, o ayudar a hacerlo, es morir también un poco. Es más: ¿acaso no existe la posibilidad de una desilusión infinita, la conclusión de haber gastado la vida en un sinvivir propio y ajeno? Hay derrotas que uno paga a la sombra mientras que otros cobran dietas. Y la soga tiene varios dueños.