alvo unas pocas excepciones como Mitt Romney o el ya fallecido John McCain, pocos han sido los republicanos que se han desmarcado abiertamente de Donald Trump durante los últimos cuatro años. El resto han mantenido una repugnante actitud sumisa, muchos de ellos porque coincidían con los postulados y actuaciones del caudillo, lo cual indica una alarmante ideología fascista, y el resto porque no se atrevían a discrepar de él, lo que denota una cobardía indigna. Solo cuando han percibido estar navegando en un barco a la deriva han emprendido una urgentísima operación de autosalvamento que oscila entre el patético si te he visto no me acuerdo y el inverosímil ya lo decía yo. Aunque no conste qué, cuándo y a quién se lo decían.

Algo sabemos de la cuestión por estos lares en los que nos encontramos frecuentemente con gentes que tratan de reescribir sus propias historias pensando que el común de la ciudadanía es imbécil, amén de incapaz de recordar el protagonismo que tales transformistas tuvieron en oscuros capítulos de nuestra historia. Aclaremos que nos parece saludable que las personas cambien y lo hagan para bien. Sucede, sin embargo, que es aún más conveniente que ello se haga acompañado de un sincero ejercicio de autocrítica y no a base de una confusa capa de maquillaje y un sospechoso cambio de chaqueta.

Se dice que el refranero recoge por lo general grandes dosis de sabiduría popular, lo cual es cierto. Pero convengamos que también contiene no pocas sandeces. Eso de que nunca es tarde si la dicha es buena es una de ellas. En la historia reciente han sido demasiadas las veces en las que líderes y mandatarios han llegado tarde, demasiado tarde, al propósito de enmienda. Puede que, aquí y allá, el giro les sirva para seguir en la pomada, pero será imposible que toda la gente olvide que fue también su actitud la que desplegó la locura, prolongó el sufrimiento.