a verdad es que todo va tan rápido que a veces nos falla la memoria. Y es que desde el mismo día de su nombramiento se auguró que Salvador Illa estaba destinado a dar el salto a la política catalana; es más, se aseveró que era ese y no otro el verdadero motivo de su designación como ministro: la promoción de un nuevo valor ante el inmenso desgaste sufrido por el socialismo catalán durante los últimos años. Luego llegó el coronavirus y nos olvidamos hasta ayer de la jugada. Una pandemia que no deja de ser un arma de doble filo para nuestro protagonista, ya que puede verse beneficiado por el enorme protagonismo adquirido, pero también ser víctima de un tiro en el pie debido al enojo ciudadano ante un movimiento realizado exclusivamente por intereses partidistas en medio de la tragedia.

En el fondo llueve sobre mojado. Llevamos décadas asistiendo a nombramientos de cargos públicos cuya misión fundamental no es otra que la promoción política de la persona antes de dar el salto a alguna próxima campaña electoral. Es tal el descaro con el que se actúa, que en no pocas ocasiones se predicen incluso con exactitud las fechas en las que los ceses de los llamados a mayores glorias figurarán en los boletines. Lo triste es que observamos todo ello con la misma naturalidad con la que observamos que, por ejemplo, Merquelanz y Gurudi son enviados al Mirandés a foguearse y revalorizarse antes de que vuelvan a la Real. Y no es lo mismo, claro que no es lo mismo.

La cuestión suele tener, además, una derivada aún más bochornosa, que es el destino preparado para las personas apartadas para hacer hueco a los promocionados. Primero se trata de disimular la degradación vistiéndola de generosa iniciativa propia, y luego se compensa con lustrosos cargos, haciendo bueno eso de que las penas con pan (o con pasteles) son menos. No dejan unos y otros de parecer trebejos, pero algunos con la inmensa suerte de sentirse damas y reyes cuando en realidad no son más que peones. Pero, en el fondo, qué más les da.