No soy Landista, pero su caída y abandono el miércoles en el Giro me dejó helado. Los ciclistas, la inmensa mayoría, son gente admirable, entregada, sufrida, que se deja la piel en entrenamientos y carreras, y ver que uno de ellos, favorito para estar ahí arriba como ya había demostrado en la primera llegada en alto, cae y abandona es un sopapo. Landa, cuyo único podio en grandes ya data de 2015 y que hace dos años y medio que no levanta los brazos, es un corredor excelente, quizá un peldaño por debajo de los tres o cuatro tops de las grandes vueltas, pero con una regularidad tremenda que hace que si se da el año correcto y está ahí, pueda siempre aspirar a todo. Por desgracia, acumula ya demasiadas situaciones perjudiciales en forma de traspiés que le merman o le retrasan la preparación, enganchones y dos abandonos, uno por problemas estomacales y este último, tras el que las redes sociales se volcaron con su gran ídolo, de los pocos o el único, por ahora, aunque Enric Más esté ahí o cerca corredor español con opciones de pelear codo con codo con los grandes y con ese peculiar estilo de atacar agarrado abajo del manillar que tantos admiradores tiene. Fruto de ese estilo, sus victorias en 2015, su paso como gregario por el Sky y sus constantes ataques muchos de ellos a la postre infructuosos o con menos botín del esperado nace el landismo, que apoya a un corredor que, aunque mide sus acciones, no lleva tanto la calculadora como otros, también porque sabe que si no ataca no va a haber manera de minimizar lo que suele perder en las cronos. El problema es cuando su cliché de pupas se convierte en demasiada realidad y los que usan el landismo como entretenimiento siguen metiendo el dedo en la llaga del concepto de perdedor mientras el bueno de Landa pena en un hospital. Los clichés son solo clichés. Detrás hay gente de carne y hueso que solo quiere suerte normal.