Leí a no sé quién hace unos días algo de “salvar la Navidad”. ¿Salvar el qué? A ver: vamos a salvarnos por ahora unos a los otros lo mejor que podamos y sepamos, vamos a ver si empezamos a darnos cuenta del fregado en el que estamos metidos y en el que nos podemos llegar a meter si no reaccionamos y dejemos por un momento de pensar a semanas vista. Como ciudadanos, digo. Como comerciantes, hosteleros, trabajadores, por supuesto que hay que por desgracia seguir pensando en todo y tratando de verle el lado positivo y confiar en que, sí, en que si mejora la cosa habrá compras, movimiento, establecimientos abiertos, consumo, trabajo y todo lo bueno que se genera en la economía cuando la cosa está de buenas. Pero, como ciudadanos, ¿ustedes están pensando que va a haber algo ni tan siquiera parecido a la Navidad como hemos conocido? Porque creo que no hace falta decir que el virus no se va a ir en noviembre y diciembre. Y va a seguir siendo igual de peligroso que hoy, ayer y hace un mes o dos juntarse con la familia en sitios cerrados a comer, cenar o ver el fútbol. ¿Es todo esto una puta mierda? Sí, lo es, inmensa, pero cuanto antes interioricemos que es lo que es y que por mucho que lo neguemos no va a dejar de ser lo que es antes podremos intentar darle un poco la vuelta. Piénsenlo: una Navidad sin comidas familiares obligatorias tampoco es una tragedia. Igual es una bendición. Se puede quedar el 24 al mediodía a tomar algo en una terraza o cosas así. Y asumirlo, asumir que del mismo modo que muchísimos no hemos convivido un solo minuto bajo el mismo techo con nuestros mayores por vez primera este pasado verano en décadas, pues igual toca hacer lo mismo en Navidad. Para vernos todos de nuevo en primavera y en verano y la Navidad que viene. Porque si no puede uno verse oírse está bien. La hostia de bien.