Ante la desmesura y el desconcierto, algunos republicanos votantes de Trump se aferran a la ilusión del genio al timón, el guía que ve más allá. Esa fantasía colectiva se ha visto más de una vez en la historia.
Si nuestro vecino del tercero nos presentara como ideas suyas las acciones que Trump está llevando a la práctica, concluiríamos que tiene cierta dificultad con el pensamiento complejo, escasa experiencia política y aún menor inteligencia emocional o moral. Pero cuando todo eso sucede al frente de un país como los Estados Unidos, es comprensible aspirar a cierto sentido más allá.
Muchos esperan que una mañana, de pronto, suba la bolsa y todo se explique solo, que China ceda y entonces la genialidad de Trump salga a la luz, que de pronto Europa se someta y el mundo reconozca la grandeza del hombre naranja. Podría ser. Muchos de los más oscuros dictadores de la historia dieron importantes triunfos provisionales a sus países. El coste final es bien conocido.
Trump toma sus decisiones, casi en cada tema y en cada momento, contra el consenso del conocimiento experto. Sólo el pensamiento mágico nos puede hacer creer que hay una persona que, por arte de la iluminación, solo alimentado por su exceso de vanidad y egocentrismo, sabe más y mejor sobre cada tema que el conjunto de la comunidad que se dedica a su estudio racional, argumentado y debatido. Sólo la renuncia a la razón puede llevarnos a pensar que la intuición, los intereses, los caprichos y los prejuicios de una persona puede darnos a cada problema mejores soluciones que el diálogo democrático entre diferentes, abierto, transparente y basado en el mejor conocimiento disponible.
Trump aplica ahora a las relaciones internacionales su método de negociación inmobiliaria, mitad matona, mitad corrupta, siempre jugando entre la amenaza y el soborno. El objetivo final es ganar dinero a corto plazo: “Mis políticas nunca van a cambiar, llegó el momento de hacernos ricos”, ha escrito este mismo viernes. El engaño y el fraude son instrumentos legítimos de quien se cree más listo.
Ese actuar, más allá de consideraciones morales, suele normalmente conllevar problemas. Se llama mala reputación. Podríamos obtener beneficios a corto plazo engañando a nuestros clientes, socios o amigos, pero si ganamos fama de mentirosos o de tramposos, lo normal es que fracasemos a medio plazo. El intercambio libre de información entre iguales sobre el resto de miembros del grupo ha sido siempre una de las formas que nuestras comunidades han tenido de protegerse, de mantener la cohesión y la cooperación. La confianza sigue construyendo hoy, cuando está basada en una información y un conocimiento fiables, esa comunidad fuerte capaz de una convivencia decente. A eso lo llaman capital social y es el cemento de la democracia cuando está basado en la veracidad, la confianza y el conocimiento.
Trump se deshizo del molesto problema de la reputación cuando era promotor inmobiliario por medio del exceso, la mentira y la confusión. Para tener éxito en política, el método debía de nuevo incidir en el exceso, la mentira y la confusión. La comunidad, ya resquebrajada, aprende a desconfiar de la información, del conocimiento y de las instituciones comunes para entregarse al hombre fuerte. Así el trumpismo se sirvió de una guerra cultural, en buena parte alimentada previamente por la izquierda más alternativa y radical, que ya consideraba el conocimiento científico, la información de calidad y la misma idea de veracidad como sospechosas formas construidas por el poder para perpetuar su dominio.
La cuestión no es por tanto si las bolsas suben o bajan esta semana, sino que esas políticas, vengan de uno u otro lado, nos llevan a la confusión, la desigualdad, la pobreza y el totalitarismo. La verdadera resistencia está por tanto hoy en el lugar en que se encuentran tres respetos: el respeto al conocimiento, el respeto interpersonal y el respeto a los principios y normas que nos damos en comunidad para convivir.