Este año celebro las bodas de plata. 25 años casado con la misma mujer. No se crean que es mérito mío, el mérito es el de la parte contratante que ha sabido llevar, con infinita paciencia y humor, mis rarezas que, dicho sea de paso, no son pocas.

Si sumamos los cuatro años de noviazgo, convendrán conmigo que, visto el panorama social actual, soy (somos) un bicho digno de análisis y estudio sobre la fidelidad a una persona, porque les tengo que reconocer, ahora que no nos oye nadie, que mi actual esposa también fue mi única novia, o sea, me río yo de la puntería de algunos cazadores, en mi caso, 1 de 1.

Pues bien, hace 25 años viajamos a Nueva York (no se olviden de que la parte contratante es del gran Bilbao) y, aparte de la dimensión gigantesca de todas las cosas, me llamó la atención sobremanera, al menos en los puntos turísticos y establecimientos hosteleros que frecuentamos, la fragmentación social palpable.

Así, era fácilmente constatable que los trabajos más elementales, y por ello peor retribuidos, eran ejecutados por personas de origen latino o de raza negra mientras los encargados, jefes y propietarios eran anglosajones.

25 años después, sin ser un agudo especialista del mercado laboral y sin querer descubrir el Cantábrico, creo que estamos muy cerca o, cuando menos, acercándonos a pasos forzados a una situación similar a aquella, donde los trabajos más básicos de la hostelería, servicios, mantenimiento, agricultura, etc. son y serán ejecutados por personas inmigrantes.

Por muy asombrado y/o indignado que se ponga el autóctono de turno, la verdad es que los autóctonos no quieren (queremos) empleos en los que los horarios sean amplios y flexibles, en el que tengas que trabajar los fines de semana, el trabajo sea algo más duro que el de oficina, y más aún si los salarios no son boyantes.

En Euskadi, las cifras oficiales de desempleo apuntan que el número de desempleados registrado en los servicios públicos vascos de empleo bajó en marzo en 1.911 personas respecto a febrero, el -1,59%, y la cifra total de desempleados queda así en 117.952, constatándose respecto a marzo de 2018 un bajón en la CAV en 9.212 personas, es decir, una bajada interanual del 7,24%.

En una primera y rápida mirada, podemos calificar como buenos los datos, si bien, acercando la lupa, podemos caer en la cuenta del desigual comportamiento en función de la edad y del tipo de contrato.

Mirando los datos del mes de febrero último publicados por Lanbide, me llaman la atención tres cuestiones. Primero, que el 61% de los desempleados son de baja cualificación, es decir, que tienen como mucho estudios de enseñanza obligatoria.

Segundo, que los extranjeros (supongo que con papeles) suponen el 16% de los desempleados y tercero, únicamente el 30% de los parados tiene derecho a cobrar la prestación por desempleo.

Tras rumiar los datos, me surgen alguna preguntas: ¿Qué hacen esos aproximadamente 73.000 desempleados, el 61% de los 120.000 desempleados totales, y/o hacemos como sociedad para que mejore su cualificación viendo que el nivel de cualificación es inversamente proporcional a la tasa de desempleo? ¿De qué sobrevive ese 16% de desempleados extranjeros, muchos de ellos sin la red de seguridad que supone el entorno familiar, y cómo lo hace ese 70% que no percibe la prestación del paro?

En lo que respecta a lo que yo sobrevuelo, un sector productivo tan pequeño y limitado como el sector primario de Euskadi sufre una importante falta de mano de obra para sacar adelante las tareas del campo, la ganadería y la actividad forestal. Hay algunas explotaciones que, por un mínimo contratiempo o enfermedad dentro de la familia, ni pueden acometer las actuales tareas y menos aún pensar en posibles proyectos de futuro con mayor dimensión.

Los ganaderos de leche, los horticultores, viticultores, pastores, etc. se las ven y se las desean para encontrar gente para trabajar en sus explotaciones y tal es el panorama que, olvidando cualquier tipo de condicionantes y exigencias, lo único que se busca es gente con ganas de trabajar y, en el caso de los inmigrantes a los que se ayuda a tramitar los papeles, un mínimo de permanencia con el que dar estabilidad a la actividad.

En algunos casos, la escasa rentabilidad del sector impide abonar salarios que puedan competir con otros sectores, en otros casos es la dispersión, lejanía y soledad de los caseríos los motivos que retraen a la gente desempleada; en otros, por qué negarlo, se niegan a trabajar de forma legal (sin caer en la cuenta del peligro que ello acarrea para el empresario) puesto que así pueden seguir percibiendo algunas ayudas y subsidios.

En el caso de las personas inmigrantes es la falta de papeles (además del laberinto administrativo para conseguirlos) lo que dificulta su inserción laboral. Por una u otra razón, la cosa es que los profesionales del campo, aquí en Euskadi y no me quiero ni imaginar en otras latitudes peninsulares, no encuentran mano de obra para su actividad, ni inmigrante ni, menos, autóctona.

Viendo la situación de otros sectores, y me estoy acordando de un amigo hostelero, quizás el único remedio que les quepa a los agricultores es aferrarse al dicho popular “mal de muchos, consuelo de todos (tontos)” que, a la postre, resulta tan popular como inútil.