sería un buen titular eso de “lo que comenzó en Aiete terminó en Aiete”, si no fuera porque aquella Conferencia Internacional de Paz celebrada el 17 de octubre de 2011 tuvo unos antecedentes tan laboriosos como necesarios y unas secuelas prolongadas en el tiempo. Y es que el abogado sudafricano Brian Currin, el protagonista más mediático de la intervención internacional, ya estaba implicado desde años antes en la solución del problema de la violencia en el País Vasco y los mediadores internacionales aún estuvieron activos seis años más.
Ante todo, es de justicia agradecer a Currin y al resto de agentes mediadores el innegable esfuerzo desplegado durante tanto tiempo en una misión complicada en la que no faltaron las críticas y hasta el desprecio y la maledicencia. Como impulsor del Grupo Internacional de Contacto (GIC), Brian Currin y sus compañeros asumieron la tarea de que las partes implicadas aceptasen los principios Mitchell, que abrieran un escenario de ausencia total de violencia para desarrollar el diálogo político y dieran el impulso necesario para avanzar hacia la paz.
Pero la tarea del GIC no nació de la nada. Ya desde tiempos de Elkarri y después Lokarri se abrieron los contactos con mediadores expertos en este tipo de conflictos. En Lokarri y su coordinador Paul Rios tuvo el GIC un sólido y decisivo apoyo de confianza para la organización de la Conferencia de Aiete, después de que Currin y su grupo lograran tejer una red internacional que animó a las prestigiosas personalidades asistentes. Teniendo en cuenta que el abogado sudafricano ya participó en el proceso de disolución del IRA, se contactó con él a través del Sinn Féin. No era sencilla la tarea. Primero, convencer a la izquierda abertzale del necesario desmarque de ETA, desmarque que vino dado por sí mismo tras el atentado de la T-4 a partir del cual los dirigentes de Batasuna se implicaron con firmeza en el proceso. Tuvieron claro que la persistencia violenta de ETA impedía su desarrollo político. Convencida la izquierda abertzale, quedaba pendiente la tarea de convencer a ETA, y a ello se dedicó esa cobertura internacional con la complicación que suponía disimular la derrota. La Conferencia de Aiete y la calidad de sus participantes dieron a ETA la cobertura necesaria para avanzar definitivamente en el abandono de la violencia y tres días después, el 20 de octubre de 2011, la organización armada anunció su cese definitivo. Desde ese momento hasta su disolución en 2017, transcurrieron seis años en los que Brian Currin quedó en una complicada nebulosa.
De 2011 a 2017 el proceso entró en un bloqueo total. Ni el Gobierno español, ni ETA, ni la izquierda abertzale llegan a pactar un discurso común, ni se facilita la aceptación de las vías legales al Colectivo de Presos, ni se mejoran sus condiciones carcelarias, ni se dan pasos para el desarme. La Comisión Internacional de Verificación (CIV), creada tras el fin de la actividad armada de ETA y liderada por Ram Manikkalingam, se tragó el sapo de una pantomima de entrega de armas que no fue tal y de una comparecencia judicial humillante.
A estas alturas, y dada por finalizada su misión, puede aclararse la participación de Currin en ella. Le llovieron críticas por su supuesta tendencia a la complacencia con los postulados de la izquierda abertzale que le convertían más en justificador que en dinamizador, a pesar de las advertencias del Gobierno Vasco. Se le consideró como un mediador de parte, y el discurso de despedida así se ha interpretado. Hubo reproches también por sus frecuentes idas y venidas a Euskadi sin tener entre manos ningún avance, sospechas infundadas sobre sus fuentes financieras y toda clase de difamaciones por quienes nunca hubieran querido un final de ETA sin derrota escenificada. No faltaron tampoco las diferencias de criterio entre los propios mediadores o entre estos y los verificadores, Currin versus Spektorowski, ni tampoco faltaron las reuniones tensas con el Ejecutivo vasco.
Brian Currin ha sido y será el personaje que lideró la mediación internacional en el proceso de paz, aunque no fue protagonista ni en el desarme, que lo fue Spektorowski, ni en la disolución, en la que Manikkalingan actuó de notario. Pero es de agradecer su buena voluntad, su constancia y su entrega. A fin de cuentas, merece el reconocimiento de cuantos en el País Vasco podemos vivir en paz.