lo he contado alguna vez, y hoy toca repetirlo: por origen y lazos familiares la fortuna me ha regalado parentela y amistades en “buena parte del territorio”, como dicen los del mapa del tiempo para evitar líos. O en el norte, como sentenció el Plan Zen para provocarlos. De modo que, por si el cerebro no bastara, el afecto me ha vacunado contra la xenofobia interprovincial, los goyazos de lindes y el galleo de pedigrís. Cuando alguien se vende como chiquistaní de toda la vida, yo añado que de toda la vida soy miope. La limpieza de sangre, ni con Fairy.

Por eso me resulta ofensiva la actitud de cierta derecha navarra, que lamenta sin tapujos que con esto del vascuence la comunidad corre el riesgo de “llenarse de guipuzcoanos”. No solo roban setas: roban puestos de trabajo. Sería muy cainita y cerril replicar citando el número de navarros que viven en Gipuzkoa, como lo sería vocear cuántos cántabros hay en Bizkaia, gallegos en Álava y, ya que estamos, aragoneses en Navarra. También lo sería responder que en Ajuria Enea gobernó un caballero pamplonés y en la Universidad del País Vasco un sabio de Etayo. Y es que pujar por ver quién echó el primer meo a este lado del valle, y no al otro, es admisible si se le da la importancia de una pachanga entre solteros y casados. Más allá de eso, es basura tóxica.

Me pregunto qué sucedería si un político advirtiera de que, con el PP, el terruño y su administración se petarán de foráneos castellanos, por ejemplo. Como mínimo, nazi. En fin, para qué debatir con calma sobre la lengua pudiendo ideologizar hasta la partida de nacimiento: ¿Y tú, de quién eres?