En realidad, el asunto no es nuevo porque ya en la primera vuelta ganó con facilidad y, por así decirlo, en esta segunda vuelta casi ha barrido. Se trata del Partido Popular, el mismo que ha protagonizado las páginas más negras de la corrupción política que se recuerdan. El PP, el de los escándalos por los sobresueldos de sus dirigentes, el de la Gürtel, el de la Púnica, el de los papeles de Bárcenas, el de las tarjetas de Caja Madrid, el del enriquecimiento ilícito de altos cargos allá donde manda o ha mandado, el que llena de investigados, procesados y condenados los archivos judiciales, el que apesta por haber envilecido el oficio de la política. Pues, ya ven, ha vuelto a ganar. Y si no quieres taza, taza y media: 600.000 votos más que hace seis meses hacen casi ocho millones de apoyos. Gana la corrupción, y subiendo.

A primera vista, no puede entenderse esta incoherencia teniendo en cuenta que en sucesivas encuestas del CIS la corrupción es la segunda mayor preocupación de la sociedad española, después del desempleo. ¿Qué les ocurre a esos ocho millones de electores que tragan semejante montonera de mierda y quieren que sigan gobernando los corruptos? Ocho millones de personas que cierran los ojos a la advertencia de Transparencia Internacional, cuyo último índice anual de corrupción sitúa a España entre Botswana y Estonia, muy lejos de la mayoría de los países europeos en lo referente a la integridad política.

Haciendo un esfuerzo benévolo, podría suponerse que buena parte de esos ocho millones de votantes no se informan adecuadamente y no se han enterado de los incesantes episodios de corrupción protagonizados por el partido de sus amores, o que no se los creen porque son fruto de maniobras conspiratorias, o que votan y seguirán votando a ese partido porque hunde sus raíces en el franquismo en el que vivieron tan plácidamente. Y así, entre desinformados, incrédulos y complacientes, las urnas siguen llenándose de votos al partido de Rajoy.

Para entender este apoyo masivo al partido máximo representante de la corrupción hay que echar mano, también, de la idiosincrasia de un país propicio históricamente a la picaresca, un país en el que Rinconete y Cortadillo, el Lazarillo de Tornes o el Buscón Don Pablos han sido poco menos que glorias nacionales inmortalizadas para los restos tras el denominado Siglo de Oro. Un país en el que regatear a la hacienda pública ha sido práctica no solo tolerada sino hasta jaleada y emulada. Esta idiosincrasia peculiar ha ido configurando una sociedad con inmensas tragaderas y una cultura política que acaba por justificarlo todo.

Y puestos a justificar, se constata que aunque la mayoría de escándalos de corrupción está asociada a un enriquecimiento ilícito de sus protagonistas, ha sido relativamente frecuente que esa corrupción haya producido, a su vez, efectos positivos a nivel económico en parte del electorado, al menos a corto plazo. Muchos de los casos de corrupción están relacionados con la burbuja inmobiliaria, que dio lugar a grandes plusvalías para propietarios de terrenos rurales recalificados y supuso para muchas localidades un aumento temporal de la actividad económica y laboral. Y cuando la burbuja reventó y la construcción entró en crisis galopante, la corrupción se desplazó a otras áreas como la contratación pública, las concesiones o las privatizaciones. Puertas giratorias, todas ellas, por las que fueron pasando los corruptos, el clientelismo, la nueva picaresca en una especie de dominó corrupto en el que la gente hace lo que cree que los demás hacen. Por aproximación, por familia, por amistad, por enchufe, en mayor o menor cuantía, son muchos los que toman parte en el pillaje.

En este estercolero se mueve el país, al mismo tiempo que se rasga las vestiduras ante los encuestadores del CIS y denuncia desde el anonimato, tira la piedra y esconde la mano, porque para quienes tienen algún conocimiento de la mierda es muy peligroso denunciar con nombres y apellidos, más aún en un país donde mantener un puesto de trabajo fijo en el sector público puede marcar la diferencia entre una vida profesional tranquila y la precariedad o el desempleo. Se prefiere proteger al corrupto, primero por si cae alguna migaja, y después porque el corrupto puede tirar de la manta hacia arriba y poner de manifiesto que, después de todo, él no era más que una pequeña pieza en un engranaje bien engrasado y tolerado desde el poder.

La corrupción en este país no es un fenómeno pasajero, y no parece creíble que el esfuerzo de fiscales, jueces y policías sea suficiente para contenerlo, menos aun cuando la superficial reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal no ha ido más allá de una amnistía vergonzante que va a permitir el archivo de muchas causas por corrupción. Y así va ese país llamado España, con sus tragaderas y complicidades, chapoteando corrupción entre las podredumbres de Estonia y Botswana.