Cuando empecé en esto de soltar palabras en público, en otro diario y en otra época, pregunté si podía poner la foto de Epi, o la de Blas, en vez de la mía y firmar con ese apodo. No era por epatar ni por pánico al tiro. Para ir de silvestre bastaba ciscarse en la Virgen del Pilar. Y para esquivar el hachazo la solución era sencilla: escribir sobre las castañas asadas. Simplemente no entendía qué aporta a una opinión el rostro del opinador ni qué pierde una columna por arrastrar la sombra de un Epi, o la de un Blas, en lugar de la de un Xabi. De hecho desde hace años dejo letras libres por otros parajes, bajo otro nombre y en otro idioma, y haya paz y no haya gloria. Y en cuanto a la imagen de aquí cerca, si no me equivoco tiene tres lustros. Ahora soy guapo. Lo que vale o no vale es el texto, aunque parezca mentira tras un párrafo paseando al yo.
Las cosas en palacio, claro, no funcionan así. De igual modo que un cocinero es ya más importante que su comida, unas tetas más seguidas que las campanadas y el Pedrerol de turno más discutido que cualquier penalti, ciertos periodistas han logrado ser ellos mismos la noticia. Un turolense belicoso ha dicho que si tuviera una escopeta dispararía a varios políticos de izquierda. Sin duda uno siente la tentación de glosar la amenaza destacando su rencor, vanidad, chulería o sectarismo, y hasta atrae vestirse de Freud y ahondar en complejísimos complejos. Pero no: yo sigo pensando que para ese francotirador frustrado España es una excusa y los medios son un medio. Porque odiar de verdad es un pésimo negocio. Y a él se le ve encantado, y rico rico, con su trabuco de feria.