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Mensaje del Papa tras el Sínodo

prosigue en Roma el Sínodo sobre la familia. Lleva dos semanas, y aún queda la tercera. Luego corresponderá al Papa elaborar y publicar su Exhortación Apostólica Postsinodal. Eso será dentro de unos meses, pero el otro día soñé que decía así: “El papa Francisco a mis hermanas y hermanos católicos del mundo entero. Os deseo la paz de Jesús. Ella nos une en la diversidad del Espíritu como una familia. No os oculto mi incomodidad al dirigirme a vosotros como papa, pues no me elegisteis ni directa ni indirectamente, ni tampoco elegisteis a quienes me eligieron. Son cosas de la historia, no del evangelio. ¡Ojalá esto cambie pronto y deje la Iglesia de ser jerárquica y sea un signo de la humanidad fraterna que Jesús soñó! Mientras tanto, os hablo como hermano, sin otra autoridad que la que queráis reconocerme.

Lo mismo me sucedía con el Sínodo de la Familia, que congregó en Roma a tantos obispos que no conocen los gozos y las angustias de las familias de hoy, familias de carne y hueso, familias reales, familias diversas. Tan diversas que no caben en los esquemas del Catecismo que seguimos enseñando, ni en los cánones de Derecho Canónico tan frío que seguimos imponiendo en nombre de Dios. Perdonadnos. Comprendo muy bien vuestro asombro y protesta al ver que, mientras vuestras familias sufren tantas penurias, desde todos los rincones de la tierra se reunían aquí durante tres semanas 400 personas, cómodamente instaladas. Perdonadnos. Tal vez tenía razón la viñeta que firmaba por aquellos días El Roto: Resucitar a los muertos es fácil. Lo difícil es resucitar a la Iglesia. Lo diría, supongo, porque mira a la Iglesia como a un muerto que no quiere resucitar, que prefiere seguir siendo fósil de la vida que un día inspiró formas vivas que ya no viven ni hacen vivir. No sé si debí convocar este Sínodo. Os confieso mi decepción a la vista de sus propuestas finales. ¡Tanta pompa y tanta palabra para eso! Pero no quiero mirar atrás. Quiero mirar adelante y dar un paso al futuro. Quiero arriesgarlo todo, y sobre todo el poder absoluto que el Derecho Canónico y los obispos me reconocen todavía. Y lo hago justamente porque no me parece un poder evangélico y ya no creo en él. Creo en la vida. Amo a Jesús. Me siento libre, y no tengo miedo ni nada que perder. He meditado mucho sobre los dos temas que más interés y debate suscitaron. Me refiero a la unión de gays y lesbianas por un lado y a la comunión de los divorciados vueltos a casar por otro. Yo mismo promoví la discusión. Con la mejor voluntad, propuse que la Iglesia manifestara públicamente misericordia y respeto para con los homosexuales, pues no somos quién para juzgarles, y que los divorciados vueltos a casar pudieran comulgar en la mesa de Jesús siempre que cumplieran tres condiciones: arrepentimiento, confesión ante su obispo y propósito de no reincidir. Hoy me arrepiento de haber hablado en esos términos ofensivos y humillantes para homosexuales y divorciados, pues los trata como culpables. Es injusto, y contrario al evangelio. Les pido perdón. No les debemos una palabra de conmiseración, ni solo de respeto, sino de pleno reconocimiento. Por eso, en nombre de Jesús y de la Iglesia, declaro que el amor homosexual es tan santo y bendito como el heterosexual, y lo bendigo de todo corazón como sacramento del Amor o de Dios. Y declaro que el amor humano quisiera ser pleno y eterno, sí, pero es sin embargo frágil, y que cuando, por los motivos que fueren, un matrimonio se rompe por dentro sin remedio, deja de ser matrimonio, y que buscar entonces probar la nulidad canónica para salvar la indisolubilidad teórica es un artificio indigno, y que un nuevo matrimonio de divorciados, en la medida en que el amor les mueve, es igualmente santo, sacramento de Dios o del Amor, y yo lo bendigo. Hermanas, hermanos, basta ya. Empecemos de nuevo. Os bendigo a todos y os pido vuestra bendición. Vivid en paz.