es descorazonador contemplar cómo las marcas televisivas han establecido unos patrones de imagen a los que se someten con pertinaz insistencia temporada tras temporada, no defraudando a sus fieles seguidores, consumidores compulsivos de lo que les ofrecen día a día en la pequeña o gran pantalla casera y familiar.

Cada empresa ha marcado perfiles de lo que es su oferta televisiva y a ellos se mantiene firme y fiel, no vaya a ser que el personal se despiste y bailen las cifras de audimetría, ciencia sociológica que dice quién manda y quién chupa rueda en el asunto de la competencia televisual.

Por ello, vemos como los de Tele 5 explotan hasta la saciedad la historia deshilachada y desgraciada de los/las muchachotes/as de Gran Hermano, alarde mediático de continuidad desconocida en la Europa avanzada, que demuestra la estupidez del consumo mayoritario reinante por estos pagos.

O por ejemplo, el alarde periodístico continuado de los profesionales de La Sexta que insisten una y otra vez en descubrir escándalos, historias truculentas en ejercicios de periodismo funambulista y punto amarillo. Y qué decir del ataque historicista que sufre La 1 de TVE, que después de desollar la historia de los católicos monarcas, se explaya estas semanas en los avatares del rey emperador que fue Carlos de Gante, en intento cultural merecedor de mejores maneras y oportunidades.

La 2 sigue sorprendiéndonos con jugosos documentales sobre la crisálida de la mariposa común o los combates abrasadores de la Segunda Guerra Mundial en el frente del Pacífico. O la insistencia de Atresmedia en trufarnos la vida de series varias, desde la tragedia de Mar de plástico hasta los exagerados lujos de Velvet. Cada uno se retrata y define su producto en las ofertas televisivas, rechazadas o aceptadas por el público/pueblo consumidor.