Hay una teoría política que viene del nazi, Goebbels. Dice que una mentira repetida mil veces, se convierte en verdad. Algo de este principio sucedió en Castilla-La Mancha Televisión. Al torero Enrique Ponce se le ocurrió brindarle la faena a la presidenta de la Comunidad, Dolores de Cospedal. La plaza se llenó de pitidos que el realizador -o alguien con poderes técnicos suficientes-, fue tornando en aplausos. No hace mucho que ocurrió lo mismo en la final de la Copa del Rey de baloncesto entre Madrid y Barça, cuando en el preámbulo soltaron por megafonía el himno nacional (“larala, larala, lala...”, que no sé a qué esperan para cambiarlo por alguna de las canciones de Manolo Escobar. Da igual Que viva España o Mi carro me lo robaron. Con cualquiera de las dos lo petan en las finales y la gente se lo pasaría mejor). Pero el caso es que suena la protesta y alguien tiene la idea de que eso está mal y hay que modificarlo; pasándose por el arco del triunfo todas las normas deontológicas que existen en un servicio público como la retransmisión televisiva. Puede que desde el PP ya estén trabajando en los argumentos que justifican la actuación de los mandados que cambiaron los pitos por aplausos. En el caso de la plaza de toros de Albacete seguramente interpretaron que los pitos no iban contra Cospedal; qué va, qué va: todo aquel malentendido se podría cambiar por los aplausos que la faena de Ponce alcanzaría tras la corrida. Al final, los palmeros de Cospedal lo que hicieron fue vaticinar lo que luego sucedería: la oreja que cortó Ponce por su toreo al natural en el primer congreso internacional La Tauromaquia como Patrimonio Cultural. Toma ya congreso. Y con la final de la Copa, pues lo mismo, los profetas que manejan los micrófonos de TVE como podría explicar sin ruborizarse tipo Paco Marhuenda: “mire usted, al ocultar los pitos al himno, España entera escucharía los aplausos porque, les guste o no, el Madrid ganó la final”.