Era de esperar. La Diada del día 11 resultó tan multitudinaria, tan apasionada y tan sentida como merecían los trescientos años de memoria del quebranto de las libertades catalanas por la fuerza de las armas borbónicas. Tan multitudinaria e intensa como podía esperarse del aumento progresivo de la conciencia ciudadana de los catalanes en reivindicación de su derecho a decidir. Tan multitudinaria y convencida como se merecían los tremendos errores de un Gobierno central prepotente, que no ha cesado de advertir que es él quien manda allá, o sea, en Catalunya, y que medio millón, o un millón, o cuatro millones de manifestantes no son nadie para tener derecho a expresar democráticamente su voluntad.
Esta reiteración en el error, sumada a los agravios y menosprecios a la voluntad de la ciudadanía expresada en aquel Estatut que PP, PSOE y Tribunal Constitucional cepillaron, provocó a buena parte de la sociedad catalana que el día 11 se volvió a echar a la calle indignada por la última canallada del Gobierno español, que intentó confundir la corrupción con el soberanismo.
El evidente apoyo a esta Diada ha sido básico para este último impulso hacia el proceso iniciado en la celebrada el 11 de septiembre de 2012, primero para mover a los tibios y después para preocupar a los contrarios. Y es que este tipo de movilizaciones masivas suelen tener como objetivo tanto darse ánimo entre los participantes como intimidar democráticamente a los adversarios. En este sentido, es interesante calibrar el valor real, la auténtica fuerza de llenar las calles en reivindicación.
En la democracia liberal en la que nos movemos, puede decirse con cierta veracidad que la movilización popular está legalizada y legitimada. Faltaría más. En los sistemas no democráticos, el poder es quien organiza actos públicos grandiosos, movimientos patrióticos espectaculares y con una estética exagerada para una democracia. Sin embargo, no hay conciencia democrática que conceda ninguna legitimidad a estos actos basados en la legalidad de ese poder.
Los que desde el más cerril centralismo desdeñan el valor de la inmensa V que abarrotó las calles de Barcelona apelan a la legalidad, a su legalidad, para rebajar los humos independentistas de quienes se empecinan en el desafío al Estado. Y reprochan que a la acumulación de personas para manifestar un respaldo popular algunos le den un valor legitimador fundamental, independientemente del respaldo de las urnas. Y para desanimar a los movilizados, les aseguran que este derecho fundamental corre el riesgo de agotarse en su ejercicio cuando el poder apela a la legitimidad de las urnas, y no de las calles. El poder puede, eso sí, considerar oportuno atender a las reivindicaciones generalmente más en parte que en todo. O puede hacer oídos sordos, como Aznar hizo con las manifestaciones contra la guerra contra Irak.
Lo inteligente sería que el poder atendiera a la calle, pero no es lo habitual. Y para que nadie se haga ilusiones, desde el centralismo advierten que no se puede confundir la manifestación con el ejercicio de la soberanía, menos aun cuando la legislación y la realidad en esta democracia liberal apelan a las urnas de millones de voluntades ajenas y aun contrarias a la reivindicación, que es lo que viene ocurriendo en el Estado español cuando Euskadi o Catalunya lo han intentado.
En este contexto de lo legal por encima de lo legítimo, la manifestación no tiene ningún valor político-institucional más allá de la expresión de los manifestantes, que generalmente son el sector más concienciado o motivado con el asunto en concreto, que es el centro de sus agendas políticas particulares. Así, con esta frialdad, despachan el problema quienes agitan desde el poder central el embudo de la Constitución, el trágala de las reglas del juego. Sordos al clamor de la calle, enarbolan el valor de las urnas en las que vota una ciudadanía ajena a la que se echó a la calle porque transitan por otras calles que nada tienen que ver con las rotuladas en catalán, o en euskera.
Pero deberían tomar nota de que no puede despacharse la fuerza de la calle con esa displicencia, con ese menosprecio de la expresión de una voluntad compartida en multitud. Más allá del entusiasmo de los participantes y de la complacencia de los organizadores, el magnífico resultado reiterado de las sucesivas Diadas ha tenido ya el éxito -y la fuerza- de hacer realidad legítima el referéndum de autodeterminación que será la consulta del 9 N. Una legitimidad que avalará como legal el Parlament el próximo 19 de septiembre. También esto tiene mucho que ver con la fuerza de la calle.
Haciendo oídos sordos y desde hace tiempo, el Gobierno central dice tener preparado el recurso al TC que impedirá esa consulta. Habrá que ver cuáles serán las consecuencias de ese veto y cuál vaya a ser la reacción de las fuerzas que apoyan la consulta. De lo que no cabe duda es que esta mordaza incrementará exponencialmente el descontento catalán ante el centralismo y, una vez más, crecerán los partidarios de la independencia de Catalunya.