es de una ligereza aplastante ver cómo se veía por ejemplo en Twitter el jueves qué dice bastante gente cuando muere un exdeportista joven: juguete roto, ídolo caído, no supo adaptarse a la vida normal, del éxito al anonimato. Es curioso. Les apuesto ahora mismo que cogen ustedes no sé si al 100% pero casi de los periodistas -digo periodistas porque somos muy yonkis de esto y es el gremio que menos mal controlo- que conozcan, les apartan de sopetón de su actividad y una cifra muy alta caería en depresión o cerca. He oído auténticas chorradas de boca de compañeros y compañeras que jamás han estado en paro y que llevan mucho trabajando, del tipo "yo me adaptaría a cualquier cosa, con lo bien que se está un martes a la tarde en casa" y estupideces así que solo puedo decir quién no sabe qué es. No veo por qué un deportista que ama lo que hace, que se pega 30 años en ello, que de repente se ve fuera de eso, tiene que ser más fuerte que yo, que un arquitecto, un abogado, un economista o un periodista. No veo por qué todos -todos- los que mueren tienen que no haber sabido asimilar no estar en el candelero o no ganar o no ser agasajados. No estamos hablando de un futbolista, al que durante años y años y años y cada fin de semana idolatran y aplauden en vivo miles de personas. Hablamos de un atleta que como mucho ha recibido en vida dos o tres baños de masas, que entrenaba casi solo, que saltaba para muy pocos en general y que era un trabajador más de la vida. No era un ciclista empujado a los cielos por millones de gentes en las cunetas, ni radios en directo, ni televisión. Era un atleta que amaba saltar, como yo amo hacer esto y muchos de ustedes o algunos lo que hagan. Cualquiera pendemos de un hilo si algo muy potente -la salud, en este caso- se nos tuerce. Ponerle nombre a eso bajo premisas falsas es no mirarnos a nosotros mismos.