No ha sorprendido -para qué nos vamos a engañar- la decisión del Tribunal Constitucional de mantener en prisión a los condenados por el denominado caso Bateragune. El empeño mediático en personalizar aquella redada casi en exclusiva en Arnaldo Otegi responde a la intención de los sucesivos gobiernos centrales por señalar con el dedo al chivo expiatorio, a la cabeza de turco que simplifique la imagen del enemigo para ensañarse con él. Esta obstinación por simbolizar en Otegi el compendio de todos los males hace que del Ebro para abajo casi nadie tenga en cuenta que llevan en la cárcel los mismos casi cinco años que él Rafa Díez Usabiaga, Sonia Jacinto, Arkaitz Rodríguez y Miren Zabaleta.

No es posible desligar esta decisión judicial de su análisis político, ya que merecería una cierta consideración jurídica el hecho contradictorio de que los presos de Bateragune lo fueron por una actividad política actualmente legal. La justicia española tiene que corregir actuaciones basadas en impulsos políticos como las que se basaron en la estrategia antiterrorista de unos años en los que todo era ETA porque así convenía a los intereses partidistas de PP y PSOE. Es un contrasentido jurídico que Sortu sea legal y los que crearon ese partido estén en la cárcel por pretender crearlo.

Porque debería quedar claro de una vez que lo que Arnaldo Otegi, Rafa Díez y el resto de reunidos en la sede de LAB de Donostia en octubre de 2009 estaban organizando era la opción exclusivamente política para la izquierda abertzale, que pasaba por el cese definitivo de la lucha armada de ETA. Lo que los presos de Bateragune estaban decidiendo era una opción de alto riesgo en la evolución del MLNV, una especie de golpe de estado que desplazaría hacia los dirigentes civiles la vanguardia del Movimiento hasta entonces ostentada por los dirigentes político-militares de ETA.

Ni Arnaldo Otegi como imagen pública, ni Rafa Díez y Rufi Etxeberria como estrategas del paso a dar, ni sus compañeros representantes de todas las estructuras de la izquierda abertzale civil, aceptaban con sumisión histórica la voladura violenta de las conversaciones de Loiola por parte de ETA, ni eran insensibles al callejón sin salida al que estaban abocados por una legislación represiva, un acoso policial implacable y un alejamiento evidente de gran parte de la sociedad vasca expresado en las urnas. Es de justicia apreciar el paso que dieron los célebres presos de Bateragune, teniendo en cuenta los precedentes del penoso destino político y social que el mundo del MLNV asignó a disidentes como Txomin Ziluaga, Iñaki Esnaola y tantos otros.

Por supuesto, nada de todo esto se tuvo en consideración cuando se ordenó la aparatosa redada en la sede donostiarra de LAB. Y sería ingenuo pensar que los servicios de inteligencia españoles o franceses ignorasen que lo que se estaba fraguando era de tal magnitud. Nada de eso se tuvo en consideración cuando se les condenó a penas de hasta diez años, confundiendo la pura actividad política con integracíon en banda armada. Nada de eso se tuvo en consideración cuando el Tribunal Constitucional denegó el progreso de grado penitenciario apelando a "la gravedad del delito". Nada de eso se tuvo en consideración cuando el cumplimiento de las tres cuartas partes de la condena no les ha hecho merecedores de la reducción de pena que con tanta generosidad se aplicó a los Galindo, Barrionuevo y demás condenados por terrorismo de Estado.

Contra quienes reiteran con indignación que el proceso de paz está estancado por culpa del inmovilismo del Gobierno español, en mi opinión es un error sostener que los poderes del Estado hayan adoptado una actitud estática. Nada de eso. No ha cesado la actividad policial, incluso hasta la provocación; el delegado del Gobierno sigue empeñado en hostigar con sus inagotables recursos; la caverna mediática mantiene la máxima agresividad verbal; los tribunales -como acabamos de comprobar- siguen sin corregir sus sentencias punitivas sobre lo que hace años ya pasó de ilegal a legal. El Estado se mueve, vaya si se mueve, precisamente para no dar un solo paso hacia adelante en la consolidación del proceso de paz sino dándolos hacia atrás.

A pesar del riesgo de personalizar, por lo que tiene de postergación hacia otras personas que también lideraron el paso histórico que derivó en Sortu, es necesario considerar hasta qué punto la ausencia de referentes como Arnaldo Otegi o Rafa Díez supone un problema importante para la izquierda abertzale. Todos y cada uno de los partidos políticos que actualmente actúan en la sociedad vasca tienen líderes que aglutinan a sus formaciones, mientras que en la izquierda abertzale actualmente se comprueba una dispersión de referentes, una profusión de portavoces y representantes mediocres que ratifican un liderazgo deslavazado, disperso, sin una cohesión clara. Quizá también esta constatación está siendo tenida en cuenta por quien corresponda.