Eso sí que es tenerlo todo atado y bien atado. En cuanto las circunstancias electorales y la deriva de las formaciones minoritarias dejaron claro que en el futuro la gestión del poder en España iba a ser cosa de dos, PP y PSOE se dedicaron a acotar los resortes fundamentales de la articulación del Estado. A partir de ese momento, en sucesiva rotación de Gobierno, son los dos partidos mayoritarios los que controlan y deciden el poder legislativo y el poder judicial. Controlan, deciden y comparten la política económica, el modelo de Estado, las servidumbres monárquicas y financieras, la política antiterrorista y hasta la modificación de la Constitución si lo pide el FMI. Puestos a compartir, comparten también la impunidad en la corrupción bajo el vergonzante principio del "y tú más".

El reparto de cargos es especialmente lacerante en relación con los más altos órganos de la administración de Justicia. Que el Tribunal Constitucional, como máxima institución del poder judicial, sea fruto de la distribución de prebendas que PP y PSOE se adjudican en función de cuál de los dos esté arriba o abajo, es una prueba flagrante de que la justicia en España está condicionada por los intereses ideológicos coincidentes de los dos partidos.

Dicho lo cual, no podía menos que ser unánime la declaración del pleno del TC declarando nula la afirmación aprobada por el Parlament catalán según la cual "el pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano". Pues no. Todos y cada uno de los doce magistrados negaron la mayor de la declaración del Parlament: de eso nada; de pueblo catalán soberano, nada; de razones de legitimidad democrática, nada. No cabe en la Constitución. De eso ya sabemos algo por aquí.

Los magistrados del TC apelaron a la razón máxima a la que apelan PP y PSOE cuando en la dialéctica política reiteran que la soberanía "reside en el pueblo español". No se han movido del guion. Alguien deberá explicar alguna vez si la Constitución española debe ajustarse o no a una idéntica aplicación en las "nacionalidades" que en las "regiones" que diferencia en su texto. Por supuesto, si los magistrados del TC se ajustan a la letra de la Constitución, lógicamente considerarán nula cualquier reivindicación de soberanía que no provenga del "pueblo español". Es que ni se les ocurre otra interpretación que no sea la literal, de acuerdo a los postulados ideológicos de los dos partidos que les nombraron.

Como si la rotundidad de este pronunciamiento fuera ya suficiente para dar por concluida la pesadilla del "asunto catalán", el pleno del TC se permite la frivolidad de reconocer "el derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña" porque para ello podría aplicársele una interpretación benigna de la Constitución. Eso siempre que no se pretendiera identificar ese derecho a decidir con el de la autodeterminación, reivindicación abominable que queda terminantemente excluida. Para el TC, como para PP y PSOE, Cataluña, Euskadi y Galicia son y serán autónomas pero no soberanas. Y para que no quede puntada sin hilo, los magistrados dejan claro que ese "derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña" solamente podría ser realidad si se ajustan a la legalidad. O sea, que en cualquiera de las salidas se tropezaría con la Constitución.

Evidentemente, el pronunciamiento del TC no ha resuelto el problema que mayoritariamente afecta al pueblo catalán, como tampoco las anteriores decisiones de los tribunales españoles resolvieron el derecho a decidir que reivindica la mayoría del pueblo vasco. La propia resolución del TC viene a dejar claro que para ejercer el derecho de los ciudadanos catalanes a decidir, que el TC reconoce como constitucional, la única salida es negociar la modificación de la Constitución. No es, por tanto, un problema jurídico sino político. Y políticos hay en Cataluña y en Euskadi que no están dispuestos a admitir que sean los ciudadanos del remotas y ajenas autonomías quienes decidan sobre su modelo de país. Y por si fuera poco, da la casualidad de que esos políticos sean catalanes o vascos representan mayoritariamente a sus conciudadanos.

El torpe y jacobino centralismo impide a los socialistas del PSC, del PSE o del PSN pronunciarse sobre si aceptan o no que sean los extremeños, o los andaluces, o los murcianos, o los castellanos, quienes decidan sobre su futuro. Sin esta mordaza, podrían alcanzarse en Euskadi o Cataluña las mayorías más que suficientes para adecuar a la legalidad el derecho a decidir reivindicado. Pero el temor a no salir en la foto, o la proximidad permanente de las elecciones impide el más mínimo movimiento en esa dirección.

Los más ilustres representantes del inmovilismo y los que niegan autoritarios a las nacionalidades del Estado el legítimo derecho a decidir su futuro, han babeado estos días elogios hipócritas al fallecido Adolfo Suárez. Han alabado su mérito para una supuesta transición modélica en la que todos cedieron para lograr el consenso. Ellos, los plañideros, ni ceden, ni acuerdan, ni resuelven. Parapetados tras su Constitución, dejan empantanado el problema para que sus tribunales sentencien.