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La escena final

La solución es que ETA se disuelva. ¿Y por qué tengo yo que darle algo a cambio?". No se puede ser más torpe. El presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, parece que no se entera -o no quiere enterarse- de que su contribución a la retirada definitiva de ETA no es necesariamente ninguna concesión, ninguna renuncia, sino simplemente, estar donde debe estar. Lo único que se le pide es que ejerza su función de contraparte frente a la organización armada, tanto para recibir el material bélico entregado como para verificar la inutilización de sus estructuras militares. Como debe ser. Como ha sido en todos los casos universales de conflictos similares.

Es evidente que el Gobierno español -tampoco el francés- no está dispuesto a ponerle fin a este triste y trágico periodo de nuestra historia. "¿Y por qué tengo yo que darle algo a cambio?", escurre el bulto Rajoy, como si ya no hubiese quedado claro que ETA va a desaparecer a cambio de nada, sin ningún logro político que negociar, por decisión unilateral, por pura necesidad histórica y por progresiva presión social.

Ante esta irresponsable ausencia del oponente, ETA está intentando buscar por su cuenta una escenificación adecuada para poner fin a sus cinco décadas de protagonismo violento. Para ello ha recurrido a la buena disposición y buenos oficios de agentes diversos, que van desde el Gobierno vasco hasta personalidades de prestigio internacional en solución de conflictos, pasando por partidos y movimientos sociales por el diálogo y la pacificación.

La insensata dejación de su papel decisivo por parte del Gobierno español, sin embargo, provoca que incluso tan cualificados apoyos sean insuficientes y no se llegue a esa escena final en la que se visualice que ha llegado la paz definitiva. Este desamparo obliga a ETA a inventar por su cuenta un final en el que nunca pensó, a amagar, a limitarse a dar pasos simbólicos que puedan ser interpretados por la otra parte como una voluntad firme de poner fin a este escenario de incertidumbre.

Por más que desde la izquierda abertzale se pretenda sobrevalorar la patética entrega de armas de la semana pasada, las impresiones de quienes representan a la mayoría de la sociedad vasca fueron de una gran frustración cuando no de cierta vergüenza ajena. La escena de los dos encapuchados entregando a los dos verificadores un listado de aquella menudencia, con el Guernica de Picasso de fondo, no puede estar más lejos de lo que pudiera suponerse un preludio del final del conflicto. ETA, en este escenario de unilateralidad no correspondida, amagó, dio un paso que quizá para esa organización fuera significativo pero que tal como están las cosas no fue valorado como tal.

Parece evidente que ETA no sabe bien cómo actuar, cómo representar esta escena final que nada tiene que ver con aquel desenlace negociado en el que se soñó en torno a una mesa, primero frente al ejército, después ante el presidente del Gobierno español, después ante algún ministro, después siquiera ante un botijero? Algo, en fin, que diera forma al final honroso que merecieran tantos años de lucha por la liberación de este pueblo, según la misión que la propia ETA se atribuyó. Pero la negativa de la otra parte a participar en la escena hace aún más complicado un final con las manos vacías, un epílogo honroso que ponga fin a tanta épica a cambio de nada.

No es nada fácil representar una escena final en la que quede recuerdo y testimonio de tanta muerte, tanta amenaza, tanto odio, tanto terror, tanta tortura, tanta cárcel, sin que se hayan logrado las contrapartidas pretendidas de independencia, de unificación y de socialismo. En esta incertidumbre se supone que se mueven los actuales dirigentes de ETA, a la búsqueda desesperada de un final honroso para intentar dar justificación a su propia existencia durante tantos años y, por supuesto, para no defraudar a los miles de entusiastas que les han jaleado y apoyado como auténticos gudaris salvadores de la patria.

La negativa del Gobierno español a representar su papel en esa escena final, tal y como ha venido sucediendo en conflictos similares en otros países, no tiene otra explicación que precisamente evitar el final definitivo de ETA porque considera que todavía puede arañar ventajas electorales apelando a su firmeza contra el terrorismo. Un terrorismo que ya no existe, que ha sido derrotado y que solamente necesita que alguien -alguien que pueda, por supuesto- actúe como notario, acepte su derrota final y respetando los derechos humanos de los derrotados resuelva las consecuencias de tan prolongado enfrentamiento.

Tras el comunicado de la organización armada fechado el pasado 24 de febrero, sólo por puro interés partidario, por ignorancia o por fanatismo puede dudarse de que ETA está dispuesta al desarme total, que viene a ser lo mismo que a su disolución.

Pero quien corresponda se debe dar por enterado y dejar de mirar para otro lado. Los actuales militantes de la organización armada ya están preparados para la perturbadora escena en la que el último apaga la luz.