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¡Quieto todo el mundo!

Es lo que tiene la mayoría absoluta, esa facultad de aprobar cualquier disparate que satisfaga los intereses particulares de sus grupos de presión más afectos. Y ello aunque lo que aprueben ponga en riesgo derechos elementales, o perjudique a una mayoría de la sociedad. La historia reciente demuestra que esa tendencia al gobernar autoritario suele ser patrimonio de la derecha ideológica, aunque a decir verdad han podido también comprobarse episodios de autoritarismo protagonizados desde la impunidad del poder por individuos autodenominados de izquierdas.

El anteproyecto de Ley de Seguridad Ciudadana que se ha filtrado esta semana a los medios pone los pelos de punta ante el flagrante abuso de autoridad de sus redactores, que se han limitado a cumplir las intenciones del ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, personaje que ha dado sobradas pruebas de torpeza y despotismo. El ministro parece haber hecho un repaso de las expresiones públicas de protesta llevadas a cabo por la ciudadanía en los últimos tiempos y ha mandado a parar. No se han librado de su azote ni los indignados, ni los piquetes, ni los "escraches", ni los reproches al abuso de las fuerzas policiales, ni siquiera la práctica del botellón. Y, puesto a reprimir, el ministro puede castigar y castiga con penas desorbitadas las quejas airadas del personal que en cualquier país de nuestro entorno son habituales.

Nadie pone en duda de que acudir a manifestaciones encapuchados, amenazar e insultar a las Fuerzas de Seguridad, dañar el mobiliario urbano, obstaculizar la vía pública con objetos, grabar y difundir imágenes de los policías, concentrarse ante las instituciones sin autorización y acosar a cargos públicos, son actitudes reprobables e inadmisibles que merecen sanción. Pero lo que pretende el ministro Fernández Díaz es dejar claro quién manda aquí y castigar con mano dura, extremadamente dura, cualquiera de esas expresiones ciudadanas que vienen siendo frecuentes ahora más que nunca por culpa de la crisis económica, el paro, los desahucios, la pobreza y hasta el hambre.

Sancionar con multas entre 30.001 y 600.000 euros como "muy graves" protestas muchas veces justificadas, simplemente porque no hayan sido comunicadas o porque se hayan producido en espectáculos, acontecimientos deportivos, oficios religiosos o cualesquiera actos públicos, es señal de que la derecha más extrema se ha quitado la capucha del dictador, contra esa otra capucha que decretan perversa y motivo de multa desorbitada para quien se le ocurra llevarla en una protesta pública.

Mano dura de esta derecha rampante, esta derecha cutre y prepotente que no está dispuesta a permitir que la ciudadanía se movilice, proteste o se manifieste. Mano dura para que quienes pretendan ejercer el derecho de manifestación y la libertad de expresión, que se tienten la ropa porque en estos momentos de penuria los que mandan amenazan precisamente al bolsillo.

El Gobierno del PP, en perfecta sintonía con aquel principio de primar la seguridad por encima de la libertad impuesto por George Bush tras el atentado a las Torres Gemelas, ha sacado la garrota y que nadie se mueva. Le da igual que las asociaciones de jueces y fiscales hayan advertido que ese principio no es válido ni justo, que para mantener la seguridad no se pueden limitar derechos fundamentales, que las sanciones propuestas son desorbitadas y desproporcionadas. Hasta la propia Asociación de Jueces y Magistrados Francisco de Vitoria, también de derechas pero al menos civilizada, ha declarado que el anteproyecto recuerda a la antigua Ley de Vagos y Maleantes que el franquismo aplicaba lo mismo a mendigos que a homosexuales y hasta a artistas.

Se ha dicho también que esta ley recuerda a aquella desdichada "patada en la puerta" que en 1992 propuso el entonces ministro de Interior, José Luis Corcuera -otro autoritario torpe, esta vez supuestamente de izquierdas-, por la que dotaba a las fuerzas policiales de toda clase de facilidades para detener, para hostigar y para amedrentar al personal. En aquella ocasión, afortunadamente, la ley fue "cepillada" en sus extremos más discutibles por el Tribunal Constitucional, situación que a día de hoy, trasladada la mayoría absoluta parlamentaria a los órganos de Justicia, sería mucho más difícil de suceder.

En esto de la mano dura contra las reivindicaciones expresadas públicamente por la ciudadanía tenemos en el País Vasco una amarga experiencia. Aquí se han cebado legisladores de derecha e izquierda para amedrentar a base de penas desproporcionadas a cuenta del "todo es ETA" o, sencillamente, por asimilar el País Vasco a territorio enemigo. Quince años por quemar un contenedor o una cabina telefónica, nueve años por arrearle un tartazo a la presidenta de Nafarroa, son ejemplos de una aplicación abusiva de la ley penal y consecuencia del incorregible talante autoritario de la derecha española.