El líder de la oposición en España, que a este paso conservará el cargo de forma vitalicia, montó en cólera antes de intervenir en el debate parlamentario. Alguien le contó que su socio opositor en Cataluña, que también pinta para largo, había pedido la abdicación del rey Juan Carlos. Así que Pérez Rubalcaba entró en estado de shock, gritó, calificó esa petición de auténtico disparate y ordenó de modo inmediato una respuesta corta, clara, contundente y fulminante. Ya la leímos: "El PSOE no comparte en absoluto la declaración de Pere Navarro, del PSC, y la considera totalmente inadecuada."

Sobre la monarquía cabe contar gracias en la tele, hacer bromitas en la gala del cine, publicar viñetas en la prensa, emitir programas del corazón y editar libros polémicos. Estamos, ¡cómo no!, en un país libre, y nos dejan jugar al pimpampúm inofensivo. Pero no se le ocurra a usted aventurarse con seriedad en el rechazo a la corona. Si es un botarate y decide tirar de gatillo, lo detendrán con razón y se le pasará la pájara magnicida entre rejas. Si, respetando la vida ajena y a falta de otro medio de expresión, opta por el silbido en un estadio o pabellón deportivo, le llamarán irreverente, descortés y maleducado. Y si envía un pulcro mensaje reivindicativo desde su escaño lo tacharán de irresponsable, inoportuno y antisistema. Con la monarquía, en fin, solo se permite competir en torneos amistosos y pachangas contra la droga.

Y yo entonces me pregunto: ¿hay alguna manera civilizada de ser republicano que no sea testimonial? ¿Cuál es la fórmula aceptable para cambiar el privilegiado estatus de la realeza? Mi primera novieta, allá en la prehistoria, me avisaba en el pipote: vale tocar, cari, menos arriba y abajo. O sea, el pelo. Pues eso, que en esta extraña democracia a lo máximo que puede aspirar un antimonárquico es a aplaudir los chistes del Gran Wyoming. Más allá, la casta nada: totalmente inadecuado. Que aquí es sinónimo de prohibido.