EN su excelente libro, Ejemplaridad pública, el filosofo Javier Gomá desarrolla de forma brillante la tesis de que hoy día todo poder, incluido el democrático, corre el riesgo de perder su legitimidad si pretende basar en la ley toda su fuente de "auctoritas" y de "potestas", es decir, su fuente de autoridad inherente al ejercicio del poder. En una sociedad justa cumplir la ley no es suficiente. Y nuestra vida privada da siempre ejemplo, positivo o negativo; este factor, el de la ejemplaridad, es más necesario que nunca, y se echa muchísimo de menos en muchas de las actitudes de señalados representantes públicos, encargados de regir los destinos de la llamada res publica.
Cabe recordar ahora que en su discurso navideño el Rey, acuciado ya entonces por el escándalo Urdangarín, aludió a "conductas irregulares no ajustadas a la legalidad o a la ética", y se refirió a la existencia de un "comportamiento no ejemplar". Concluyó su alocución reivindicando rigor, seriedad y ejemplaridad: todos, dijo, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar. Cuando el Rey pronunció ese célebre discurso quedó preso del concepto que escogió, el de la ejemplaridad, y luego llegó la esperpéntica, extravagante e injustificable situación generada tras su frívola cacería en tierras africanas. Su viaje de recreo no comportaba ninguna conducta ilícita, pertenecía a su esfera privada, pero el reproche y rechazo social fue tal que hubo de pedir públicas disculpas.
Hay una demanda social cada vez más extendida: determinados comportamientos de figuras notorias de la vida pública (banqueros, políticos, jueces, obispos, entre otros) están siendo censurados por la sociedad incluso cuando formalmente se ajusten a la ley. Se extiende una exigencia de conductas decentes y honestas. La responsabilidad moral nos es exigible a todos, pero en especial a quienes desempeñan cargos financiados con el presupuesto público. Con la que está cayendo, en plena crisis, necesitamos y reivindicamos más buenas prácticas, más ejemplos y menos leyes. Hay una hipertrofia de normas, una sobreabundancia de leyes, y ello contrasta con la falta de conductas ejemplares.
El ejemplo negativo de los políticos y autoridades, como el del hasta este pasado jueves primera autoridad judicial del País, Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Dívar, desmoraliza a la sociedad, la aleja del sistema y desincentiva comportamientos cívicos y responsables por parte de los ciudadanos, a los que se nos exige, bajo amenaza de sanciones, el estricto cumplimiento de nuestras obligaciones, fiscales y de otra índole.
Al escándalo derivado de los injustificados e injustificables gastos suntuarios cargados al concepto de dietas por parte del Presidente de los jueces españoles se suma el ciego corporativismo sostenido por algunos de los integrantes del Consejo General Poder Judicial, afines a la ideología conservadora del su ahora expresidente, incapaces de elevar el listón deontológico de exigencia ética a quién les representaba, y que solo cedieron en su afán por poner el dique frente a lo evidente cuando la situación se convirtió en insostenible, al conocer la existencia de nuevos e injustificados viajes sufragados con cargo al erario público. Tan sorprendente como la actitud de esos vocales del Consejo (desde aquí, por cierto, la enhorabuena y el agradecimiento a la actitud firme, coherente, fundada y decidida de la vocal Margarita Uría en todo el desarrollo de este lamentable expediente) fue la decisión del fiscal, para quien el hecho de que Carlos Dívar fuera autoridad hacía muy difícil separar o delimitar la actividad pública de la privada.
Lo que necesita la ciudadanía es ejemplaridad de los que nos gobiernan. Los sacrificios ya los hacemos los de a pie, no un personaje que se va a hoteles de lujo y se gasta el dinero público en asuntos particulares. Carlos Dívar no tiene su domicilio en Málaga, no acredita actividad oficial alguna que motivase dichos desplazamientos, ni la identidad de los comensales que permitieran justificar la supuestas actividades protocolarias del presidente, desarrolladas siempre en largos fines de semana. Ante tal escándalo, el Presidente del Tribunal Supremo, en un ataque de dignidad, decidió marcar los tiempos, alargar su agonía con una "predimisión" (anunciada como una decisión "rotunda y contundente") ante su situación insostenible, y una confirmación de la misma escenificada de forma unilateral en el Pleno del día 21 de junio.
Y pese a todo ello, a juicio de la presidenta del PP catalán, su comportamiento al dimitir es un ejemplo ético. Esta valoración no admite calificativo. Dívar no ha dimitido. Se ha visto obligado a dejar la poltrona ante la falta de confianza generada en la mayoría de integrantes del Consejo. Si no hubiera dimitido se hubieran activado los mecanismos para destituirle.
Se quedó sin la deseada foto junto al Rey, pero al menos se ha autoconcedido el supuesto honor de irse desgranando con un toque victimista su argumentos de defensa. Todavía vamos a tener que agradecerle los servicios prestados y pedirle disculpas por haber elevado el listón ético de exigencia a un servidor público. Espero que el lector comparta esta ironía. Prefiero recurrir a ella que al exabrupto fruto del cabreo ciudadano y de la indignación que generan comportamientos tan alejados de lo ejemplar y de lo honesto como el que ahora hemos conocido.