Es muy probable que a estas alturas no exista ningún ciudadano vasco que no haya convivido con la realidad de la cárcel, una convivencia que para algunos habrá sido más o menos íntima, o cercana, o colateral. Las tres o cuatro generaciones que coexisten hoy en Euskal Herria han conocido y temido la amenaza de la detención o la prisión, en la República, en la Guerra Civil, en el franquismo y en el postfranquismo. Arresto, prisión, exilio, terror, tortura y muerte han sido la banda sonora de este pueblo desde hace dos siglos, con mayor o menor dureza, con más o menos crueldad, pero siempre como una sombra siniestra sobre nuestras vidas. En cada momento histórico esta zozobra se ha manifestado de forma diferente, desde la guerra declarada con batallas y ejércitos, pasando por la persecución feroz de los vencedores hasta la respuesta despiadada de los vencidos.

El momento histórico en que nos encontramos, con una sociedad absolutamente integrada en los valores de libertad y respeto, finalizada la violencia de respuesta y despejados en teoría todos los caminos del diálogo, todavía nos conmociona el eco carcelario recordándonos que seguimos siendo una sociedad herida a la que le quedan años de condena para recobrar su normalidad.

Sean seiscientos, o setecientos, o los que sean, los ciudadanos vascos que permanecen en prisión acusados de vinculación en distintos grados con la violencia de ETA, aun reconociendo que se está cumpliendo con la legalidad penal, se trata de una realidad que perturba el desarrollo normal de la convivencia social. Pero si a ese hecho se le suma una decisión de los poderes públicos de utilizarlo como elemento de provecho político, es entonces cuando al cumplimiento de la ley se le añade un plus de venganza, o de crueldad, que va más allá de la sanción impuesta por el delito cometido.

La dispersión de los presos acusados de vinculación con ETA, sea cual fuere su intención inicial, se ha convertido en una represalia infame contra sus familias a quienes se obliga a recorrer miles de kilómetros al año, a un sacrificio económico considerable y a un riesgo cierto -y estadístico- de accidente de tráfico, como desgraciadamente se ha comprobado con reiteración. Por parte de los partidos que han venido apoyando esta medida de castigo, siempre se ha dicho que mientras persistiese la violencia de ETA era conveniente mantener la dispersión de esos presos, para así evitar la influencia de la organización armada en sus comportamientos. La realidad ha demostrado que ese argumento no ha servido para nada, y la unidad y fortaleza que aparentemente ha mantenido el EPPK son una prueba de ello.

Dijeron también que si ETA renunciaba a la violencia, y sería de sentido común, la política penitenciaria podría modificarse. Una modificación que, lógicamente, debería comenzar por reagrupar a esos presos en cárceles cercanas a sus lugares de origen para facilitar su reinserción tal y como lo recomienda la legislación vigente. ETA anunció el cese definitivo de la lucha armada y se puso a disposición de verificadores para comprobarlo. Ni la verificación ni el reagrupamiento se han llevado a cabo.

Dijeron después que si esos presos desistían de apoyar la violencia política y asumían reconocimiento del dolor causado, también entonces la política penitenciaria podría modificarse. Podrá discutirse si los términos que utilizó el EPPK en su último comunicado son los más apropiados o convincentes, pero la realidad es que no sólo no se les ha tenido en cuenta sino que ahora el Gobierno español advierte que acabará con la dispersión si ETA se disuelve o entrega las armas. O sea, un listón más.

Es evidente que se trata de una cuestión de provecho electoral, con las autonómicas encima, y el Gobierno del Partido Popular al que acechan los colectivos de víctimas que él mismo creó no va a afrontar ningún coste político por más que el acercamiento de esos presos sea a estas alturas perfectamente asumible.

En la hoja de ruta aprobada en la Conferencia de Aiete se planteaba como primera premisa el cese de la lucha armada de ETA y en el mismo punto se instaba a ETA a solicitar el diálogo con los gobiernos español y francés "para tratar exclusivamente las consecuencias del conflicto". Por supuesto, la situación de los presos es una de ellas, pero las elecciones están próximas y el temor a que un avance en este terreno favorezca electoralmente a la izquierda abertzale, paraliza cualquier iniciativa para acabar con una de esas consecuencias, quizá la más sangrante, la que afecta a más personas y, a la vez, la más fácil de resolver: la dispersión de los presos acusados de vinculación con ETA.

Tras las elecciones autonómicas, que todo lo condicionan, sería necesario activar la exigencia ciudadana para desbloquear el parón en que se encuentra el desarrollo del proceso de paz y normalización, y acabar con este castigo añadido que el Partido Popular mantiene, impulsado ya por puro espíritu de venganza.