resulta ya una obviedad subrayar que el deporte en general y de manera específica el fútbol es mucho más que un deporte. Los sociólogos lo califican como un "hecho social total". Y es también el deporte político por antonomasia. Aglutina elementos identitarios, arrastra pasiones, despierta reacciones muchas veces irracionales y genera un tipo de adhesión identitaria abierta en torno a los colores de un equipo. Gestionar un club de fútbol equivale a profesionalizar un sentimiento, a ordenar mucho más que una empresa.
La arenga del presidente del Gobierno español, el Sr. Rajoy, a los integrantes de la selección española de fútbol antes de iniciar la competición de la Eurocopa es significativa: vino a decirles que el pueblo español necesita una alegría que le haga sentirse orgulloso de su pertenencia a España y le una en torno a esos colores. Es decir, que la única manera de generar autoestima colectiva y de aunar sentimiento patriótico por encima de coyunturas tan duras como la actual es aferrarse a algo tan aleatorio como un resultado futbolístico. Algo parecido ocurrió en Francia tras el éxito en el Mundial de 1998. La ola patriótica que siguió al éxito francés tuvo un sentido constituyente para la República.
Y en este contexto, el Tribunal Constitucional ha avalado la ley de selecciones catalanas, desestimando así el recurso de inconstitucionalidad que el Gobierno español presentó contra el artículo 2 de dicha norma legal. Se da así luz verde a que las selecciones catalanas compitan, aunque solo en los casos en los que no se enfrenten en competición oficial a la selección española, en ámbitos internacionales. En 1999, el Parlament aprobó, con el apoyo de todos los partidos menos el PP, una ley con la que pretendía fomentar la participación de las selecciones catalanas en cualquier tipo de competición oficial. En concreto, el Gobierno recurrió su artículo 2, en el que se aseguraba que "las federaciones deportivas catalanas de cada modalidad deportiva son las representantes del respectivo deporte federado catalán en los ámbitos supraautonómicos".
La sentencia aporta elementos de análisis interesantes y proyectables a Euskadi de manera directa. No deja de llamar la atención la incoherencia de que admita la extraterritorialidad o transfronteridad de tal potencial participación de la selección catalana, pero la subordine a un hecho que carece de base legal (salvo que entendamos que la "unidad de la nación española" recogida en el artículo 2 de la Constitución proyecta su operatividad sobre este ámbito) como es la exigencia de supeditar tal participación a la existencia previa o posterior de una federación española. Se trata en definitiva de evitar un enfrentamiento deportivo "internacional" entre una selección autonómica y la selección española.
Basta comprobar las manifestaciones del ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, al indicar que acata la sentencia y considera que la misma preserva la "integridad" de las "selecciones nacionales", tras remarcar que con el fallo "sería imposible ver a la selección catalana en una competición como la Eurocopa".
El reto político (y jurídico) es preguntar a este Gobierno español y a la amalgama ideológico-servil en que se sustenta, y volviendo al ejemplo del fútbol, por qué, frente a ejemplos emblemáticos como el británico, donde conviven sin problema alguno las selecciones nacionales de Gales, Escocia e Inglaterra, y se les permite participar en competiciones oficiales internacionales, se alza la cicatería del Gobierno español ante la negación de tal derecho a nuestra selección vasca, o por qué no se admite que, bajo la libertad individual de cada jugador de adscribirse a la selección estatal o a la de su nación (o región), se plasme en lo deportivo la dimensión descentralizada del poder político.
La pregunta es retórica, y se contesta por sí sola: por el temor a que tal fenómeno social exacerbe y consolide sentimientos de pertenencia, de identidad nacional no estatal, demonizados salvo cuando tal exaltación se centra en la llamada roja, esto es, en la selección española.
Respeto, sinceramente, que un político trate de despertar una ola de adhesiones a su impulso nacionalista español, admisible en la medida en que no se comporte de manera excluyente y sectaria con otros nacionalismos igualmente defendibles.