ENTRE los numerosos debates que saltan a la palestra mediática como guadianas que emergen y desaparecen cíclicamente se encuentra el de la dimensión externa, los símbolos ad extra, hacia fuera, hacia la sociedad vasca de aquellas religiones minoritarias entre la población autóctona e inmigrante residente en Euskadi, entre ellos el debate en torno a la construcción de mezquitas como lugares de culto en numerosos municipios vascos.

El rebrote del discurso político proteccionista y xenófobo en la reciente campaña de las elecciones francesas ha tenido aquí, en Euskadi, una cierta continuidad a raíz de las afirmaciones poco medidas del líder del Partido Popular vasco, Antonio Basagoiti, acerca de la "jerarquización" entre los destinatarios de los servicios sociales y sanitarios prestados en Euskadi.

Es un tema siempre espinoso, nada fácil de gestionar en el día a día del responsable público y sobre el que es más fácil opinar que actuar. Cobra fuerza el discurso que viene acompañado de la exigencia de que los extranjeros se olviden de sus raíces y asuman de forma obligatoria las costumbres, los modos de vida, las inercias, en definitiva, de la sociedad que les acoge.

Es un discurso, así expresado, un tanto populista y que creo podría civilizarse bajo una premisa de mínimos que no tiene nada que ver con las ocurrencias de políticos bajo el síndrome de electoralismo galopante: si el extranjero (y particularmente el musulmán, en el que parecen centrarse toda esa demonización interesada) quiere que su religiosidad sea respetada debe aceptar los usos del país de acogida.

Y todo ello supone aceptar que ciertas prácticas como la poligamia, el repudio, la ablación, las formas de discriminación de la mujer, la imposición de matrimonios, la actitud misógina que impide tratar a las mujeres con el mismo respeto y dignidad que a los varones, o, por ejemplo, detalles como la exigencia de que sus hijas no realicen gimnasia en las mismas condiciones que el resto de estudiantes, no son admisibles sencillamente desde una óptica de protección de los derechos fundamentales.

No se trata, por tanto, de defender lo nuestro como algo mejor o superior que lo foráneo.

La barrera, la frontera a la aplicación de esas prácticas debe situarse en la exigencia del respeto a la dignidad de la persona, y debemos excluir toda forma de discriminación amparada en supuestas inercias históricas y, por supuesto, con independencia de la nacionalidad.

Otra polémica colateral se centra en el uso del chador o pañuelo. La primera pregunta que cabría hacerse es si el chador es realmente un símbolo religioso. Y preguntaría, en la misma dirección, si el crucifijo cristiano no debiera plantear el mismo debate. La realidad es que se ha laicizado de modo lamentable, convertido en elemento estético, y nadie ha dicho nada.

Y puestos a debatir sobre símbolos, recordaría que la media luna (símbolo por excelencia musulmán) aparece en la bandera de Argelia, Libia, Malaisia, Mauritania, Pakistán, Turquía o Túnez, y las cruces (símbolo de las cruzadas cristianas) las podemos apreciar en banderas como las de Suecia, Noruega, Suiza, Malta o Grecia, y nadie se escandaliza o protesta por ello.

La clave, una vez más radica en el respeto a la diferencia siempre que ello no distorsione el ejercicio de los derechos fundamentales, y siempre que esa práctica sea voluntaria, no venga impuesta por cánones de actuación basados en el fundamentalismo, en extremismos que pretenden anular la libertad individual bajo el pretexto de unas creencias en sí mismas respetables.

Convivir es aceptar, respetar y valorar en positivo la diferencia, sí, pero exige también un recíproco esfuerzo de adecuación a la sociedad en la que vives y que te acoge. Este es también un reto, todavía incipiente, en nuestra sociedad vasca.