la inercia recentralizadora que caracteriza el actuar político del gobierno del PP y el conocido como fracaso o fiasco de la vía catalana del Estatut despierta recelos y a su vez temores en torno a una posible involución autonómica. Frente a ello, y al margen de coyunturas políticas, es posible demostrar jurídicamente que el desarrollo orgánico de nuestro autogobierno no puede ser frenado u obstaculizado por una mera opción política, por mucha mayoría absoluta parlamentaria de que disponga.

¿Dónde radica la clave? En la protección, garantizada en el propio texto constitucional, del respeto a la conservación, modificación y desarrollo de nuestros Derechos Históricos, que constituyen el corazón de nuestro autogobierno. Conservar es mantener tal cual, como si de un fósil jurídico-político se tratase, nuestras herramientas competenciales de autogobierno. No es poco, pero no es suficiente. No queremos ser una mera pieza de museo histórico, no deseamos ser objeto de mero análisis histórico, podemos, necesitamos y planteamos renovar y actualizar los instrumentos que permitan garantizar la prosperidad de nuestros ciudadanos y del país.

Modificar el estatus actual de nuestro autogobierno supondría alterarlo como vía para actualizarlo, para modernizarlo y adecuarlo a la cambiante realidad social y política. Y desarrollar nuestro autogobierno (el tercero de los términos amparados por el pacto constitucional) supone garantizar su crecimiento orgánico, supone admitir que es posible evolucionar en esa vía de manera que el inmovilismo político no frene su avance.

La obsesión de los partidos estatales (PSE y PP) por tratar, de forma permanente y maniquea, de demonizar toda reivindicación y toda pretensión de mayor autogobierno identificados como una supuesta muestra de nacionalismo excluyente, o esa reiterada mirada agresiva, hostil y cicatera hacia lo nacionalista no es, sin duda, aséptica, y está dirigida a restar valor a los avances políticos, sociales y económicos logrados en estos años de imperfecta democracia española.

Es, además, una retórica falsa y que encubre una ideología prepotente, amparada en la pervivencia de un Estado-nación dominante alejado de una visión plurinacional. La premisa de partida de todo su discurso es muy simple: solo hay una nación, la española. Ni Euskadi ni Catalunya integran, dentro del Estado español, una nación de naciones, sino, a su juicio, una mera nación de personas.

El Tribunal Constitucional (TC) vino a hacer suya esta tesis, al pronunciarse sobre el término nación catalana, frenando así cualquier veleidad o deriva soberanista, y ejercitó una suerte de justicia constitucional de carácter preventivo. No cabe, vino a decirnos el TC, una ruptura del Estado autonómico. Ante el temor de que tras el Estatut hubiera un proyecto soberanista dejó claro que el término nación carece de toda eficacia jurídica y se queda en mera categoría simbólica de "relato histórico".

La clave radica en la desconfianza que desde España despierta todo movimiento que suene a avance soberanista: no hay que olvidar que los Estatutos de Andalucía (que alude a "patria andaluza"), o de Aragón, Valencia o Baleares ya autodefinen sus territorios como "nacionalidades históricas", y nadie ha alzado la voz ni ha recurrido tales previsiones estatutarias, seguros de la buena fe y de la ausencia de pretensiones soberanistas por parte de sus gobernantes.

Y todo ello forma parte de una estrategia dirigida a contraponer el sentimiento de pertenencia a un pueblo, a una nación como son Euskadi o Catalunya con la supuesta ausencia de sensibilidad necesaria para asumir que hay otras formar de sentirse ciudadano en Euskadi o en Catalunya. Muy al contrario, y frente a esa tesis, es posible ligar o vincular ambas dimensiones: una nación como Euskadi, en la que el poder de la identidad nacional es motor de avance del autogobierno, debe evitar un absurdo choque de simbolismos entre el viejo concepto de Estado-nación y el emergente valor o concepto de Estado-región.

Es posible reivindicar y lograr aglutinar en torno a un sentimiento de identidad nacional vasca una percepción de comunidad, que genere cohesión social y de sentimiento de grupo, por encima de coyunturas políticas transitorias como la actual. Es un proceso que requiere paciencia, trabajo, constancia y esfuerzo por socializar que sí es posible, que podemos construir un nuevo modelo relacional con el Estado.