EL nuevo ministro de justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, llegaba al Gobierno bajo una aureola de cierta neutralidad ideológica revestida de progresismo intelectual, pero sus primeras decisiones y manifestaciones le han colocado en el ojo del huracán político y mediático: la arbitraria denegación del grupo parlamentario a Amaiur, el posicionamiento del Fiscal General del Estado en relación a la doctrina Parot antes de que se pronuncie el TC, o la orientación (ahora parece que hibernada) favorable a proceder a una infundada reapertura del expediente sobre los atentados del 11-M, o su defensa de la implantación de la cadena perpetua revisable, así como la diferente vara de medir en la concepción y en el recurso, discrecional por parte del Gobierno, al indulto o sus manifestaciones vinculando "aborto y violencia de género estructural", entre otras, merecen un debate que permita clarificar un escenario de cambios normativos anunciados desde el ministerio de Justicia.
Desde la discrepancia con buena parte de sus planteamientos, cabría por comenzar afirmando que la justicia, y también las sentencias judiciales, pueden recibir críticas y opiniones discrepantes. En una sociedad democrática la legitimación de la Justicia depende esencialmente de sus argumentos y de sus razones. La justicia ya no es sagrada: puede y debe ser respetada, sí, pero puede y debe ser también susceptible de críticas razonadas y argumentadas, y de debate público.
El nuevo Gobierno menosprecia al Parlamento y deja de lado la teoría, fundamental para la esencia de la democracia, de la separación de poderes legislativo, ejecutivo y judicial. En tan solo tres meses el actual gobierno ha aprobado ya siete Decretos-Leyes: frente a la previsión constitucional de que el recurso a esta técnica normativa, que permite al Gobierno aprobar una norma con rango de ley (es decir, ejercer como legislador) y luego remitirla a la Cortes para su validación, debe limitarse a supuestos de acreditada urgencia, el nuevo gobierno usa y abusa de tal metodología, convirtiendo la excepción en norma, bajo el argumento de la crisis, y las leyes pasan directamente del Consejo de Ministros de los viernes al Boletín Oficial del Estado. El Parlamento queda prácticamente orillado, como mero convidado de piedra, y su protagonismo limitado al debate sobre la validación de tales normas elaboradas unilateralmente por el Gobierno, debate muchas veces inexistente de facto debido al rodillo de la mayoría absoluta por parte del grupo parlamentario del PP.
Bajo el argumento de que el Estado tiene derecho a defenderse, Gallardón defiende la implantación de la cadena perpetua (revisable). Reabrir ahora el debate sobre la implantación de la cadena perpetua exige recordar que el artículo 25 de la Constitución es concluyente al establecer que las penas privativas de libertad se han de orientar a la reeducación y reinserción social, y por tanto toda pena que no cumpla dicho requisito atenta contra el artículo 15 de la Constitución que repudia cualquier trato inhumano y degradante, además de impedir hacer efectiva la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, a las que se refiere el artículo 10 de la propia Constitución.
Sobre el aborto, y a diferencia de lo manifestado en relación a los matrimonios entre homosexuales (sobre los que afirma que esperará a conocer la decisión del Tribunal Constitucional), el ministro ha decidido tomar la iniciativa de endurecer la norma, tipificando penalmente conductas y adoptando una postura legislativa muy alejada de la vigente percepción social. Una cosa es discrepar sobre una cuestión tan delicada como es el aborto y otra mandar a la cárcel a una mujer por abortar. Para eliminar las "estructuras" a las que se refiere el ministro de justicia y que, según afirma, provocan una forma "sui géneris" de violencia de género que obliga a las mujeres embarazadas a abortar no hay por qué reformar la ley penal. Bastaría con aportar más medios para hacer frente a la violencia de género, o, por ejemplo, proteger a través de la reforma laboral a la mujer embarazada previendo la nulidad de todo despido decretado cuando medie tal circunstancia de embarazo, o flexibilizar horarios, entre otras medidas posibles. El ministro debe saber que el cinismo es un buen analgésico social, pero no resuelve los problemas. Para resolverlos hay que ir de frente, siguiendo el "camino recto" (Zuzenbidea), como nos enseñó el derecho romano.