ES muy complicado pasar casi directamente de la resistencia a la gestión, que es lo que le ha ocurrido a la izquierda abertzale histórica a partir de las elecciones municipales y forales. Desde la consolidación de Herri Batasuna en 1978, el sector social identificado con ese Movimiento fue adoptando unas formas de actuación que derivaron en una cultura política basada en la resistencia y en la rebeldía a cuanto consideraban imposición en cualquiera de los órdenes de la vida social, o cultural, o laboral o, por supuesto, política. Y lo han hecho con una energía y una entrega que hubieran sido dignas de admiración aunque con frecuencia los resultados obtenidos fueran demoledores.
Nadie podrá negar que esa forma de hacer política ha otorgado a la izquierda abertzale histórica la capacidad de aglutinar tras su bandera a convencidos y conversos ideológicos, a descontentos de todo género, a maximalistas teóricos, a activistas de múltiples causas y a represaliados por los abusos del poder. Durante más de treinta años han sabido rentabilizar su capacidad de movilización en todos los ámbitos sociales y han sido omnipresentes en la política, en el sindicalismo, en el mundo del euskera y la cultura vasca, en el feminismo, en la ecología y el internacionalismo.
Tan ingente esfuerzo muy probablemente hubiera tenido otro resultado más positivo si para el logro de sus fines no se hubieran impuesto unos modos de actuación perjudiciales o, cuando menos, molestos para el resto de la sociedad vasca. Durante lustros se fomentó en ese sector social una cultura basada en la imposición, en la apropiación de símbolos o en su identificación exclusiva con genéricos como país, pueblo, juventud, clase o abertzalismo. Una imposición que lo mismo pretendía salvar al euskera borrando el castellano de la señalética pública que apoyaba reivindicaciones políticas tomando las calles o desbaratando las fiestas patronales. Han sido expertos en hacer visualizar sus demandas llenando las calles de pancartas y los armarios de camisetas reivindicativas, hasta el punto de haberse creado auténticos guetos urbanos convertidos en sus puntos de encuentro.
No cabe duda de que la izquierda abertzale histórica ha soportado un injusto acoso policial y judicial con un pretexto ideológico, mucho más allá de lo que hubiera debido permitirse en democracia. Muchos de sus militantes sufrieron detenciones, torturas y cárcel, pero también es cierto que una gran parte de la sociedad vasca miró para otro lado precisamente por hartazgo, por tantos años de soportar los efectos de una cultura política perturbadora y caótica.
La izquierda abertzale histórica se ha caracterizado por la contundencia en sus decisiones estratégicas, por sus propuestas duras e inamovibles con las que han pretendido aplicar -cuando no imponer- su modelo de sociedad, casi siempre opuesta a la que planteaban las instituciones, de las que estaban ausentes o en minoría. Por eso, a muchos ciudadanos se les ponen los pelos de punta cuando recuerdan el largo, costoso y trágico conflicto de la Autovía de Leizaran, y no pueden evitar el paralelismo con las actuales propuestas estratégicas contra el TAV, la incineradora de Donostia o el puerto exterior de Pasaia.
Contra esos importantes proyectos se posicionó radicalmente la izquierda abertzale histórica desde el principio, sin reparar en actos de protesta y movilizaciones. Lo hicieron más desde la resistencia que desde la oposición, porque hasta hace un año no se les permitió representación institucional. Ahora, desde la responsabilidad de la gestión, no tienen otro remedio que tratar de impedir la ejecución de esas grandes infraestructuras entre otras razones porque no pueden dar marcha atrás a sus decisiones estratégicas convertidas en totem, ni decepcionar a sus bases que les demandan intransigencia, ni un paso atrás y no pasarán.
Mucho van a tener que trabajar para salvar la inercia de tantos años tras las barricadas. No es fácil, cuando los votos les han investido en gestores, renunciar al autoritarismo atávico y si hay que imponer por orden, se impone. El puerta a puerta, por ejemplo. Es más fácil destruir que construir, quitar que poner, rechazar que proponer.
Van a tener que acostumbrarse a gobernar democráticamente en minoría, porque tampoco los votos han dado para más. Van a tener que acostumbrarse a pactar, pero a pactar con lealtad. Porque ya se ha visto cómo el Gobierno foral de Gipuzkoa se ha tomado el acuerdo con el PNV que le salvó los Presupuestos. Dos condiciones: moratoria de seis meses para la incineradora y ocho millones de euros para ayuda a las empresas. La Diputación está dedicando esos seis meses a imponer el puerta a puerta, caiga quien caiga, con tal de que caiga la incineradora. Y habrá que ver esos ocho millones, porque no será fácil convencer a los suyos de que semejante capital va a dedicarse a ayudar a la patronal...
No va a ser fácil el paso radical de la resistencia a la gestión. Hay muchos malos hábitos que corregir y mucha historia que olvidar. Habrá que darles tiempo; lo van a necesitar.