si la izquierda abertzale oficial hubiera hecho pública hace unos años -cuando ETA andaba pegando tiros, sin ir más lejos- una declaración como la pronunciada en el Kursaal el pasado domingo, se hubiera producido una verdadera conmoción en la sociedad vasca y todavía no se habrían apagado los ecos ante un insólito reconocimiento de culpa que significaría en buena parte el fin del conflicto violento que hemos padecido durante décadas.

A decir verdad, la repercusión del importante manifiesto del 26 de febrero no fue más allá de un par de días y para cuando acabó el febrero bisiesto ya había quedado olvidado en los medios. Más aún, el contenido de la declaración fue minusvalorado por los representantes de los dos grandes partidos españoles que, a fin de cuentas, tienen la llave para desbloquear el eterno empate en el que está empantanado el proceso de paz y normalización.

El paso dado por la izquierda abertzale oficial, sin duda, supone toda una conmoción para sectores importantes del abertzalismo radical, en especial para todos los que de una manera o de otra están directa o indirectamente concernidos por las consecuencias del conflicto. Y precisamente es esta difícil convivencia de sensibilidades la que obliga a los dirigentes responsables de la declaración del Kursaal a llenar su contenido de referencias bilaterales, de reparto de culpas, de doble adjudicación de deberes y responsabilidades. "Nosotros no, pero ellos tampoco". "Nosotros tendremos que, pero ellos también". "Nosotros haremos, si ellos hacen". "Nosotros tenemos culpa, pero ellos tienen más". El texto de la declaración está plagado de emplazamientos, de forma que cualquier solución definitiva está supeditada al cumplimiento de los deberes impuestos al contrario.

Algo está ocurriendo en el seno de la izquierda abertzale oficial para insistir tanto en este mensaje interno que supedita lo que iba a ser un paso histórico unilateral condicionándolo al cumplimiento por la otra parte de unos requisitos irrenunciables y el reconocimiento de los derechos quebrantados.

La declaración del 26 de febrero no tiene en cuenta que entre esas dos partes, entre quienes reivindican inflexibles las esencias del independentismo socialista y quienes desde el poder real se niegan a ceder ni un paso aun vulnerando las libertades democráticas, entre estos dos sujetos aludidos e interpelados de forma bilateral en el Kursaal, hay una inmensa mayoría de ciudadanos perplejos que ven pasar los dardos por encima de sus cabezas sin más posibilidades que agacharse para evitarlos y depositar el voto cada cuatro años.

Esa masa de ciudadanos, tantas veces silenciosa, sin duda que aplaude la confesión de culpa que la izquierda abertzale manifiesta en la declaración. La aplaude y la valora por lo que supone de catarsis interna e incluso de coraje tras décadas de silencio cómplice. Esa masa de ciudadanos intuye hasta qué punto se mantiene latente en ese mundo un resto de integristas que lamenta -ojalá que impotente- que la izquierda abertzale histórica se ha bajado demasiado los pantalones.

Pero tampoco se puede aceptar que por calmar a la fiera se pretenda borrar de un plumazo la memoria y pretender derivar hacia ETA -y por supuesto, hacia los estados español y francés- la única responsabilidad del daño causado salvando la de la izquierda abertzale. Reconocer la falta de sensibilidad hacia las víctimas por su parte pero afirmar que ello fuera una consecuencia no deseada del conflicto es negar la evidencia.

Es precisamente esa multitud de ciudadanos que queda en medio del cruce de hostilidades la que mantiene fresca la memoria de tanto silencio bochornoso tras los atentados, tanta coacción, tanta intimidación, tanto destrozo callejero, tanta fiesta frustrada, tanta arrogancia, tanta calle tomada... Sorprende por su desparpajo que en la declaración se pretenda ir de rositas después de que la sociedad vasca padeciera el disparate de aquella ponencia Oldartzen por la que la misma izquierda abertzale del Kursaal proclamaba "la socialización del sufrimiento". Y la ejerciera, y la extendiera, implacable, por los barrios, pueblos y ciudades de Euskal Herria.

Bienvenido sea el reconocimiento de la propia culpa para allanar el camino de la reconciliación, pero este reconocimiento no merece ser envilecido por la desmemoria.

Bienvenida sea la mano tendida para lograr la paz definitiva, pero sin arrogancia, sin pretender cobrar un precio no pactado y con las máximas dosis de realismo para evitar una nueva y penosa frustración.