hay una dimensión financiera y una dimensión moral de esta crisis que estamos soportando, motivada no solo por una defectuosa o inexistente regulación o por la falta de verdadera supervisión sobre la voracidad lucrativa de los operadores. La crisis económica o del sistema es también el resultado de una crisis de valores. Y junto al necesario y obligado rearme moral y ético de los operadores y de quienes rigen los mercados es preciso articular un andamiaje, un mecanismo normativo novedoso, sólido, estructural y no meramente coyuntural. La intensidad de la crisis económica, de proporciones tectónicas, pone también de manifiesto la falta de sincronía entre los tiempos de la economía y de la política.
La velocidad a la que se desencadenan movimientos en la esfera económica contrasta con la falta de impulso político para responder con eficacia al reto que representa la necesidad de "reinventar" una nueva escala de valores o de alterar la cultura del enriquecimiento individual especulativo, y ello se pone de manifiesto en el plano europeo, estatal y vasco. Inmersos de lleno en la dureza de ajustes y recortes, lo que más indignación ciudadana y social despierta no son tanto las sumas faraónicas inyectadas en el mercado, ni los diversos fondos de rescate que se han articulado, sino la identidad de los destinatarios de dicho dinero: por un lado muchas entidades bancarias, no todas, que consintieron, aceptaron y se lucraron a costa de promover la circulación de ese eufemismo llamado "activos tóxicos", es decir, activos sobrevalorados irresponsablemente, y en segundo lugar los propios Estados, que han vivido por encima de sus posibilidades y que no consiguen liquidez. Sorprendentemente, en lugar de ser sancionadas, estas desviaciones de conducta se están viendo recompensadas, cuando no incentivadas.
La pregunta que cabe hacerse es cómo es posible no haber iniciado, a estas alturas de la crisis, ni una sola acción en reclamación de responsabilidad frente a los causantes y/o responsables de la misma. Como siempre, el eslabón más fácil y débil, el de los ciudadanos, soporta estoicamente recortes y asume las sanciones y consecuencias en caso de incumplimiento personal o familiar de sus obligaciones de pago. Pero el principio de la responsabilidad parece no vincular a ciertas personas e instituciones que gozan de aparente inmunidad.
No debemos olvidar que cada uno es responsable de sus actos. El riesgo y la responsabilidad son indisociables y ése es el fundamento del sistema. Es lo que permite al mercado transformar la búsqueda de beneficio individual en interés general.
"Las inversiones son más cuidadosas conforme mayor responsabilidad recae sobre el inversor. Los excesos o las desviaciones de conducta están provocadas únicamente por la ausencia de dicha responsabilidad", escribía en los años 40 el economista de Friburgo Walter Eucken, uno de los maestros del pensamiento de la economía de mercado. En la actualidad la mayor parte de los expertos suscriben ese análisis. Y, sin embargo, no se inician acciones en reclamación de tal acreditada responsabilidad.
¿Por qué? El rescate de los Estados o el de los bancos se percibe necesariamente como una grave violación de esta regla. Ante los llamamientos cada vez más acuciantes de mayor justicia, los rescatadores oponen el imperativo de eficacia. Cuando un banco se hunde, argumentan, arrastra al resto en su caída, y los pequeños ahorradores por su parte pierden sus ahorros. Cuando un Estado vacila, señala esta misma orientación, todos vacilan y el orden público se rompe. Y son los más desfavorecidos los primeros en sufrir las consecuencias. En una palabra: rescatar sale más barato que declarar la quiebra. Todo parece cuadrar, pero difundir estas ideas no está exento de riesgos.
Como señalaba recientemente el analista alemán Mark Schieritz, si se constata que los rescates se justifican en un plano financiero pero socavan el fundamento moral de la economía de mercado, incluso de la sociedad, Europa se verá en la penosa situación de tener que escoger entre la prosperidad y la justicia. Una decisión de este tipo no se puede tomar a la ligera. No cabe colocar a la economía por encima de todo, porque ello implica el serio e irreversible riesgo de arruinar los valores morales.