cumplido el año del alto el fuego de ETA y pasados dos meses del anuncio del cese definitivo de su actividad armada, parece que ni la sociedad vasca ni la española han reaccionado proporcionadamente al que quizá haya sido el acontecimiento más relevante desde el restablecimiento de la democracia. Mientras abrumados por la crisis muchos ciudadanos están a otra cosa, otros no se lo creen porque desde sus medios de comunicación les han inducido al escepticismo, otros, en fin, lo veían venir entre el cansancio y la indiferencia.

Ya se comprobaron en su día las diferentes reacciones de la clase política, y entre ellas no pueden excluirse la incomodidad y la estupefacción, para qué nos vamos a engañar. La enloquecida actividad violenta de ETA sirvió de pretexto para que desde la política se perpetraran desmanes, se consiguieran votos, se disputasen firmezas, se programasen estrategias y hasta se amasasen fortunas. Desaparecida definitivamente esa violencia, para muchos recolectores de votos y estrategas electorales se hizo el vacío. Por eso convenía, de momento, mantener la duda, dejar en el aire lo de la tregua trampa, hasta recomponer la figura ante una situación quizá en el fondo no deseada.

Como curándose en salud, y por si fuera cierto que el gran enemigo común iba a retirarse de la batalla de los cincuenta años, los mismos que lo utilizaron como justificación para sus estrategias políticas iniciaron la campaña del relato. Ya solo faltaba que ETA, como el Cid Campeador, ganase la batalla después de muerta. Se acumula el trabajo, y al reconocimiento de las víctimas, a la reinserción de los presos y a la reconciliación entre los vascos había que añadir la cautela sobre quién y cómo se va a contar la historia, quién y cómo va a escribirla. A falta de otros elementos de confrontación, quieren abrir la contienda del relato para que nadie pretenda dar fe ante la historia de una realidad desfigurada. Es decir, distinta de la propia.

Bien claro quedó desde el primer momento que resultaría intolerable un relato no homologable a la interpretación oficial, como pudo comprobarse en la escaramuza artificial creada en eso que aquí denominamos "Madrid". El relato no podía desviarse un ápice de la realidad creada durante decenios por la versión policial, la literatura judicial y la exégesis tertuliana. Tras una guerra, la historia la escriben los vencedores, faltaría más.

Muy pronto también, el 7 de noviembre de 2011, el lehendakari López se apresuró a trasladar a los cónsules acreditados en Euskadi que no se creyeran el relato que pudiera provenir de la izquierda abertzale ni, por extensión, la versión que dieran los nacionalistas. Tampoco, por cierto, la que pudieran ofrecer las personalidades internacionales asistentes a la Conferencia de Aiete, abducidas también por Lokarri, Rufi y Urkullu.

Sobre el tan mentado relato de estos decenios violentos se prodigaron las declaraciones, algunas de ellas enardecidas por las urgencias electorales, como las del entonces ministro de la Presidencia y veterano socialista vasco Ramón Jáuregui, quien sostuvo el disparate de que "el único relato del fin de ETA lo escribirán las víctimas". Semejante despropósito podría equivaler a dejar en manos de Txapote la única versión del conflicto vasco en los últimos cincuenta años.

Los afanes electorales y postelectorales parecían haber dejado de lado tan inútil debate, cuando vuelve a caerse del guindo el lehendakari López buscando protagonismo desesperadamente. Él, que ni la olió, que se enteró casi por email de que ETA había abandonado las armas, nos viene ahora con un despliegue de cinco millones de euros para impulsar el "Año de las culturas por la paz y la libertad", una especie de mix de actividades y performances culturales con ínfulas internacionales y presencia de pensadores, artistas y alguna actriz con elevado caché. El evento, que transcurrirá a lo largo de 2012, incluye también un congreso del que piensa pudiera salir el famoso "relato para después del terrorismo en Euskadi".

Pues al lehendakari López, a "Madrid" y a todos los preocupados por la fidelidad del relato, habrá que decirles que no habrá un único relato. No puede haberlo. Pase lo que pase, cuando sea y como sea, nadie podrá evitar que cada parte defienda su versión y explique desde su dolor, desde su convicción, desde su propia vivencia, qué ha ocurrido durante esos cincuenta años, por qué ha ocurrido y cómo ha ocurrido.

No es posible, por tanto, ponerle puertas al campo de la memoria y reducir la historia a una única versión. Menos aún cuando todavía somos tantos los que hemos asistido a tantos dolorosos acontecimientos y hemos sido testigos de la realidad poliédrica de Euskal Herria durante las últimas cinco décadas.