Hace unos años adquirí unas gafas en un establecimiento de esos franquiciados por una multinacional, y que tienen de todo. Con el uso se aflojaron y se extravió uno de los dos tornillos diminutos que aseguran la lente en el marco. Visité una óptica de barrio, pensando que quizás no me solucionarían el problema por no haber comprado allí las gafas. Al contrario; en menos de un minuto, las tenía de nuevo en el mostrador. El empleado se había tomado la molestia de limpiarlas. ¿Qué le debo? Nada, faltaría más. No hizo sugerencia alguna para graduarme la vista, mostrarme la promoción de la semana o pasarme un catálogo de lentes progresivas o gafas de sol. Tenía el barbo mirando el garbanzo en el anzuelo y no hizo ningún movimiento con la caña. Así que tiré del sedal yo y le pregunté si podía darme cita para revisar la graduación. Consultó su agenda, y pese a no llevar las gafas puestas, vi que estaba prácticamente en blanco. Le propuse un día y anotó mi nombre con mimo. Creo que el primer día en su profesión lo debió anotar de igual manera. Miró a fondo y me dijo que, por el momento, no merecía la pena cambiarlas. Y yo salí contento, dando aliento a un comercio local y pensando que, al fin y al cabo, se trataba de unas gafas de cerca, ¿no? Más cerca, imposible. Del mismo barrio. A veces, para vender, basta con ser honesto. Ya tiene cliente para siempre.