Un día tras otro tenemos noticias trágicas y desgraciadas. Tenemos el riesgo de no conmovernos y pensar que es algo cotidiano, natural y normal. Y si además es algo lejano, pues resulta más frío. Así es el ser humano: cuando algo no le afecta directamente, le cae muy lejos. Diariamente oímos hablar de accidentes, catástrofes naturales, muertes…, y si no nos afectan directamente, nos dejan indiferentes. Es verdad que esto, en parte, es explicable, porque si las desgracias ajenas nos afectaran igual que las propias, nos hundiríamos en el abatimiento y casi nos volveríamos locos. Pero también corremos el peligro de insensibilizarnos y vivir tranquilos encerrados en nuestro egoísmo. La solidaridad precisamente consiste en saber acercarnos con gran sensibilidad a la desgracia ajena para remediarla. Quien no cuida la virtud de la solidaridad se impermeabiliza ante la necesidad del otro y vive tan contento en el reducido círculo de su egoísmo. Permanecer “sólido” junto a quien le fallan las fuerzas es la más genuina solidaridad que nos desinstala y nos hace sensibles, convirtiéndonos en hermanos del prójimo que sufre por cualquier circunstancia. Efectivamente, la solidaridad nos humaniza y la cerrazón egoísta nos deshumaniza. El egoísmo confiere a nuestra sociedad un talante sombrío y deshumanizado; la solidaridad, en cambio, dota a nuestro mundo de luz y humanidad.