Las memorias de Mario Onaindia fueron publicadas en dos tomos. El primero de ellos (El precio de la libertad) me despertó mayor interés que el otro, aunque no está exento de ajustes de cuentas y, según cuentan testigos de la época, inexactitudes provocadas por reconstrucciones interesadas. La siguiente entrega (El aventurado cuerdo), si bien recomendable, adolece de idénticos problemas, pero en esta ocasión resulta complicado atribuirle al protagonista toda la responsabilidad, debido a que su prematuro fallecimiento impidió que fuera él quien editara los manuscritos que venía fraguando.
Cuenta en esta segunda parte una historia, en parte errónea, del lehendakari Garaikoetxea y unas conversaciones telefónicas con una periodista filtradas, al parecer, por compañeros suyos de partido. Compañeros, llamémoslos así.
Transcurrido casi medio siglo, nos encontramos con el hecho de que las nuevas tecnologías facilitan mucho más que cualquier persona guarde conversaciones que tal vez en el futuro sirvan para algo. Ya no hacen (tanta) falta servicios secretos o estructuras clandestinas para practicar el mal. Reside en cada uno de nosotros la capacidad de poner en práctica lo pérfidos que somos. Es así como hemos llegado a situaciones como las que estamos viviendo durante estos días con la publicación de las conversaciones entre Pedro Sánchez y José Luis Ábalos.
Independientemente del contenido de las mismas, se ha levantado una enorme polémica en torno a la licitud de publicarlas. Se propagan incluso amenazas de acudir a los tribunales para frenarlas, apelando principalmente al derecho a la intimidad. Ya veremos si se materializan. El debate resulta interesante, pero su conclusión es extremadamente sencilla: estas cuestiones nos parecen bien o mal según nos vaya en la feria. Quienes en el pasado (y en el futuro) utilizaron (utilizarán) sin rubor idéntico procedimiento para minar al adversario, deben ahora aguantar el chaparrón con resignación. Y viceversa.