En 2005, Asier Altuna y Telmo Esnal dirigieron una bonita comedia, Aupa Etxebeste!, en la que contaban la historia de una familia que, a falta de dinero para salir de vacaciones, decidió encerrarse en casa, simulando haber marchado. Viendo la mala fama que últimamente va adquiriendo el turisteo, podríamos pensar que, casi veinte años más tarde, el argumento podría ser justo el contrario: irse a hurtadillas a Mallorca, dejando abiertas las ventanas, encendida la radio de la cocina y dando la propina a algún amigo para que se pase de vez en cuando a hacer ruido. Y es que, según cuentan los que saben de esto, hasta los alardeos en las redes sociales comienzan a menguar, de tal manera que lo que antes parecía ser motivo para fardar, es ahora materia de reproche. Cuando menos en algunos ambientes.

Vivir significa, entre otras cuestiones, gestionar las propias incoherencias. Con el creciente rechazo al turismo masivo, transfigurado en no pocas ocasiones en mera turismofobia, comenzamos a interpelarnos a nosotros mismos sobre la necesidad que tenemos, o no, de hacer propósito de enmienda respecto a nuestros hábitos. Y constatamos sin pudor cómo somos muy capaces de acudir a una concentración de protesta por la citada masificación, para a los pocos días tomar un avión a un destino donde se acaba de celebrar otra manifestación con idéntico fin. O el coche rumbo a provincias colindantes que hemos invadido –es un decir– durante las últimas décadas. Siempre podremos justificarnos aduciendo que lo nuestro es diferente. Lo nuestro siempre es diferente.

Obviamente, estamos ante un problema de calado, nadie lo niega. Urge por ello tomar medidas: rediseñar estrategias, redimensionar objetivos, repensar el futuro. Pero todo ello debe ir acompañado de un ejercicio de sinceridad sobre sus consecuencias económicas y laborables, amortiguándolas con actuaciones concretas. Mientras tanto, me despido hasta septiembre. Ah, y en Oñati, en verano siempre hay sitio para todos.