Canta (y actúa) durante estos días Taylor Swift en la capital del país vecino y las noticias que nos ofrecen los medios de comunicación llaman poderosamente la atención: acampadas previas para entrar al recinto nada más abrir las puertas, colas para comprar merchandising de la idolatrada artista, entradas y reventas a precios estratosféricos y un largo etcétera merecedor de un análisis. Nos cuentan también que hay gente que acudirá a los conciertos con los pañales puestos, para no perderse ni un minuto del show, menos aún el privilegiado sitio que tanto les ha costado conseguir.

Emergen ante ello críticas de gente alucinada por tamaño espectáculo, irritada por lo que observa. Sucede, sin embargo, que tales voces provienen en gran medida de hombres viejunos que, con grandes dosis de pretendida superioridad moral, machismo e incluso homofobia, tratan de leer la cartilla a este ejército de swifties, cuando ellos mismos pertenecen a ese otro inmenso rebaño de futboleros que no dudan en gastarse cantidades ingentes de dinero –muchas veces pidiendo préstamos– para seguir al equipo de su alma en competiciones europeas, finales de copa o lo que caiga. Como si tener orgasmos con el gol de un centrocampista japonés y la canción de una artista de Pensilvania fueran cuestión muy diferente.

Obviamente, todo lo que últimamente está sucediendo en este loco mundo es digno de escrutinio. También de preocupación. Pero muchos harían mejor –haríamos mejor– en estarnos calladitos ante fenómenos como este. Nuestra alienación no desmerece de otras semejantes, reconozcámoslo. Habrá quien alegue que nosotros no llevamos pañales, pero, sin ir más lejos, este mismo domingo se celebra una final manomanista en la que habrá decenas de (supuestos) pelotazales que, después de pagar un pastizal, entre idas y venidas a la barra, visitas al baño y charlas en los pasillos se perderán por lo menos la mitad del partido. Sinceramente, no sabe uno qué es peor.