Plantear debates, por muy incómodos que resulten, debería ser una obligación para todo dirigente político. Resulta, sin embargo, que quienes osan hacerlo salen frecuentemente malparados. Acontece ello porque, muchas veces, las cuestiones y propuestas que se someten a discusión pública, aunque razonables, son enunciadas de manera desenfocada, parcial o extemporánea, dejando así barra libre para populistas y criticones. Que una proposición deba ser en pocas horas precisada o reformulada es síntoma inequívoco de que aquello se pudo hacer mejor.

Algo de ello le ha sucedido a la ministra Yolanda Díaz cuando se ha puesto a disertar sobre el horario de cierre de los restaurantes. Ciertamente, el litigio se asomaba tan interesante como poliédrico, ya que recoge en su seno vertientes varias como las condiciones laborales, la salud mental o el modelo de ocio en las ciudades. Sin embargo, entre la torpeza de la proponente y el amaño tramposo de los impugnadores, la cuestión ha nacido moribunda y se ha saldado con la victoria de quienes, con gran habilidad, hacen constantemente bandera de la libertad.

En su último libro, Daniel Innerarity reflexiona sobre la idea de libertad y se pregunta qué ha ocurrido para que la libertad se haya convertido en un eslogan para la derecha. Explica el filósofo bilbaíno que se trata de un concepto controvertido y se debería indagar en las diferentes nociones de la libertad –no todas respetables–, para dar respuesta a la interrogante. Lo cierto es que la idea de que la izquierda se empeña en entrometerse en nuestras vidas en aspectos como aquello que debemos (o no) comer o el horario de cierre de un restaurante, está cuajando. En palabras de Innerarity: en un lado están los mandones; en el otro los disfrutones. Triste realidad. Es este el motivo por el que personas como Yolanda Díaz deberían hacer un esfuerzo para que propuestas como la suya no parezcan, para demasiada gente, injerencias inaceptables. O meras ocurrencias.