Recuerdo haber citado aquí en alguna ocasión a Belarmino, entrañable personaje de una de las novelas de Ramón Pérez de Ayala (1880-1962). Zapatero de profesión, se presentaba a sí mismo como filósofo bilateral, título que encajaba perfectamente con su manera de ser. Y es que pronunciaba discursos creados con un lenguaje propio, en el que las palabras adquirían curiosos significados. Por ejemplo, disertó una vez acerca de la república diciendo que esta era un maremágnum, el ecuménico de los beligerantes, el leal de la romana Sastrea. Casi nada.

Tanto es así que entre los numerosos ciudadanos que acudían a escucharle, bien a su cuchitril, bien al Círculo Republicano, estaban los que lo tenían por loco o por un sabio de quien aprender. Entre belarministas y antibelarministas estaba dividida aquella parroquia con pretensiones intelectuales. También entre los que entendían una cosa y los que entendían la contraria. En un momento de resignada sinceridad reconoce el zapatero: “no entienden mis discursos, pero causo entusiasmo con el peso llamativo. Lo cual significa por el fuego del sentimiento”. Sin embargo, su mujer Xuantipa no se cansaba de decir que su marido era en realidad un zángano.

Además de la holgazanería, no resulta difícil encontrar otras similitudes entre Belarmino y el rey actual de los españoles. La primera, que también el Borbón consigue que personas supuestamente cultas acudan anualmente a descifrar la nada; a extraer lecturas excitantes en el sopor; a buscar novedades en la tediosa reiteración. Pero la más importante: logra milagrosamente que políticos de ideologías dispares vean avaladas sus tesis y refutadas las de los contrarios. Que eruditos –es un decir– editorialistas extraigan conclusiones diametralmente opuestas en función del medio para el que trabajan. No hay mejor manera de demostrar la vacuidad de un discurso, su inutilidad. Por cierto, la hija de Belarmino se llamaba Angustias, pero esa es otra historia.