Anda la gente alborotada tras el resultado de las elecciones argentinas del pasado domingo. Lógicamente, se alzan voces de alarma tras la llegada al poder de Javier Milei y se suceden análisis en los que es lugar común la comparación de este ultra con otros muchos que pululan por el mundo. Todo ello está muy bien, pero tengo para mí que se está obviando -cuando menos minimizando su importancia- la causa principal que, muy por encima de una supuesta -y súbita- mutación ideológica de la ciudadanía, explica el resultado electoral de este siniestro personaje: lo que el electorado tenía como alternativa.

Uno nunca ha entendido la afición de cierta izquierda de meter a ese peculiar movimiento llamado peronismo -y su derivación kirchenrista- en el mismo saco de las fuerzas lideradas por Múgica, Lula da Silva o Boric en países limítrofes, por poner unos ejemplos. Porque no son lo mismo. Lo cierto es que lo sucedido desde que aquel militar golpista, admirador de Mussolini y colaborador con el exilio nazi, arrancó con el llamado justicialismo, hasta este último capítulo en el que sus herederos han gobernado alcanzando récords en inflación, pobreza y corrupción, pasando por capítulos en los que sus facciones se mataban a tiros, no invita precisamente a la comparación.

Tanto es así, que son millones los argentinos que habrían apoyado al uruguayo, al brasileño y al chileno arriba citados en sus respectivos países, pero ahora han votado al loco de la motosierra, desoyendo incluso la petición expresa de no pocos dirigentes de partidos políticos en los que militan, como la UCR radical. Pueden muchos lectores cotejar tal afirmación con sus parientes argentinos, de los que opinarán, además, que no se han vuelto fachas de repente. Es evidente que el ascenso al poder de este peligroso iluminado resulta un inmenso drama. Pero hacen mal quienes se resisten a escrutar el porqué de las cosas. Las cosas, a veces, resultan más devastadoramente sencillas de explicar.