En épocas de elecciones acostumbramos a hablar mucho sobre encuestas, campañas, resultados y posteriores conformaciones de gobiernos, pero da la sensación de que tememos demasiado abrir el melón de las leyes electorales que establecen el marco para su celebración. Diríase que aceptamos con resignación lo que tenemos y renunciamos a introducir modificaciones –cuando menos a pelear por ellas– que podrían ayudar a que el resultado final de un proceso de votaciones representara mejor la voluntad popular. Sólo quienes tienen un poder casi absoluto se atreven a mover ficha, aunque sólo en beneficio de sus propios intereses. Por ejemplo, algunos gobernadores argentinos con las llamadas leyes de lemas.

A botepronto, uno recuerda aquí las controvertidas decisiones en Araba y Nafarroa para que las cuadrillas y las merindades, respectivamente, dejaran de ser circunscripciones o las rebajas del 5% al 3% del porcentaje de voto necesario para acceder a algunas instituciones. El tema gordo por excelencia, la distribución de los escaños del Parlamento Vasco a razón de 25 por territorio, pocos osan abordarlo. Sólo UPyD lo hizo, aunque también es verdad que recogiendo una reflexión (¿sugerencia?) del entonces diputado general de Bizkaia, José Luis Bilbao, al que en Sabin Etxea, suponemos, mandarían callar.

Siendo todo ello interesante, ninguna modificación considero más necesaria que el del sistema de elección de los alcaldes. La verdad es que produce desazón ver el espectáculo que se produce cada cuatro años en la constitución de los ayuntamientos, con acusaciones, pactos, negociaciones y sorpresas de última hora. Miramos a Iparralde y nos percatamos de que las alcaldías y gobiernos locales que emergen de sus procesos electorales lo hacen con mayor legitimidad de lo que aquí sucede. Y todo porque celebran una segunda vuelta a la que los candidatos acuden tras pactar y recabar el apoyo de las listas que han quedado descabalgadas en la primera. Pero desengañémonos, no va a suceder.