No tenía previsto hablar del Fiscal General del Estado. Estoy tan saturada de su omnipresencia mediática como de las gambas y el turrón que sobraron estas Navidades. Pero no puedo evitarlo: parece que algunos políticos no entienden que el FGE no es suyo.

Es increíble escucharles hablar del FGE como si fuese el delantero estrella de su equipo o el primo al que enchufan en la empresa familiar. No, señores, el FGE no pertenece ni a Moncloa ni a la oposición. Es de todos y tiene un papel fundamental: garantizar la objetividad del Ministerio de Justicia. Pero ese detalle parece haberse perdido entre tanto ruido partidista.

Ahí tenemos a Pedro Sánchez, con declaraciones que casi hacen parecer al FGE un cargo de confianza encargado de elegir el menú del Consejo de Ministros. Y Feijóo, diciendo que un fiscal imputado no le habría durado “ni dos telediarios”. Lo siento, pero ninguno tiene derecho a tratar al FGE como si fuese de su propiedad.

El Gobierno nombra al FGE, pero eso no lo convierte en un peón partidista. Sus causas de cese están claras y tasadas, y la imputación no es una de ellas. No se le puede despedir por capricho ni por caer en desgracia en las tertulias.

Lo que me preocupa no es esta apropiación indebida, sino el olvido absoluto de la separación de poderes. Montesquieu debe estar revolviéndose en su tumba. ¿Qué fue de esa democracia donde el poder ejecutivo, legislativo y judicial eran independientes? Parece que confundimos independencia con indiferencia, y no es lo mismo. Para que la democracia funcione, estos poderes deben mantenerse en equilibrio. Pero, entre el lowfare y el ruido mediático, parece que la separación de poderes es más una teoría bonita que una realidad.

Si seguimos politizando figuras clave como el FGE, estamos jugando con fuego. Y el problema es que cuando la justicia pierde, perdemos todos. Así que, líderes políticos, un favor para este año: dejad de tratar al FGE como vuestro. Y, ya que estamos, dadnos un 2025 de menos bronca política y más gestión.