El exministro británico de Asuntos Exteriores David Miliband ha definido la época actual como “la era de la impunidad”. Es un concepto que se ajusta muy bien a nuestra realidad. Es cierto que en primer lugar nos vienen a la cabeza personajes como Benjamín Netanyahu, Vladimir Putin o Nicolás Maduro. Sin embargo, hay más. Vamos a valorarlo.

Sin ir más lejos, pensemos en los diferentes asuntos políticos que nos ocupan. Los dos partidos más importantes, el PSOE y el PP, han tenido enormes reveses judiciales, destacando por un lado la trama de Andalucía y por otro el denominado caso Gürtel. ¿Han sido las penas justas y equilibradas? ¿O simplemente ha caído algún chivo expiatorio? El tema es que se percibe una impunidad lamentable y preocupante en las más altas esferas, especialmente a partir de los altos cargos del Estado y de las instituciones internacionales.

El rey emérito Juan Carlos compite con otro emérito: Jordi Pujol. El primero ha creado una fundación para financiar a sus queridas hijas, Elena y Cristina. El segundo no parece haber purgado sus penas. Da la sensación de que en ambos casos tienen establecida una red inmensa en la que se manejan grandes cantidades de dinero, favores e influencias. Pocas dudas hay relacionadas con la inmensidad de sus fortunas. No se trata sólo de que no hayan ido a la cárcel. Ni siquiera han restituido los bienes logrados de manera ilegal, aunque la especialidad de ambos es el cobro “alegal”. Regalos, obsequios.

Independientemente de la opinión que se tenga del derecho a decidir, la amnistía o la financiación de las Comunidades Autónomas, Carles Puigdemont es un prófugo de la justicia. Los dirigentes del Gobierno acuden tranquilamente a Waterloo a negociar con él y no pasa nada. Es más; viene a Barcelona, suelta un mitin y se vuelve tan feliz a su casita. No es creíble, con los niveles actuales de tecnología aplicada a la vigilancia, que se haya escapado debido a un despiste de la policía. Tiene más sentido pensar que había un pacto explícito o tácito para dar su mensaje y no detenerlo. Piensa mal y te quedarás corto.

Los ejemplos abundan. Las grandes fortunas evitan pagar impuestos mediante paraísos fiscales. El nivel democrático desciende; las formas de censura son cada vez más sofisticadas. Las grandes empresas norteamericanas tienen un poder enorme; muchas de ellas tienen un nivel de capitalización bursátil que les situaría entre las mayores potencias económicas mundiales si fueran países. Incluso a una escala más baja comprobamos cómo delitos que atentan gravemente nuestra convivencia como los robos con agresividad, ocupaciones de inmuebles o roturas de material público tienen penas que no sirven para disuadir al delincuente potencial.

La teoría económica se resumen en una ley: “las personas responden a incentivos”. Es el palo y la zanahoria. La mayor parte de las cosas que no hacemos se explican por el esfuerzo que nos supone hacerlas o por la penalización a la que nos arriesgamos. La mayor parte de las cosas que hacemos se explican por la facilidad o el premio al que aspiramos. Por eso ahora se lleva el Sludge (embarrar) y el Nudge (empujón) para que actuemos de forma correcta. Ahora bien, ¿de acuerdo a los intereses de quienes mandan o del conjunto de la sociedad? Esa es la reflexión que deberíamos afrontar.

En este caso, merece la pena valorar el análisis del Premio Nobel de Economía, ya fallecido, Gary Becker. Si aparcamos mal el coche nos exponemos a una multa. Supongamos que en ese caso debemos pagar 100 euros, en caso de adelantar el pago 50. Ahora vamos a hacer un cálculo de probabilidad: por facilitar las operaciones, supongamos que nos van a “cazar” el 10% de las veces. Eso implica que por cada diez aparcamientos ilegales pagaremos 50 euros, a cinco euros cada uno. ¿Merece la pena? Muchas veces sí. Desde luego, si el pago fuese mayor nos lo pensaríamos más. Sí, las personas respondemos a incentivos.

No se trata de subir las multas por estacionar incorrectamente; se trata de valorar de forma justificada y proporcionada cada acción que perjudique a los demás. Se comprende la idea con un contraejemplo: supongamos que alguien aparca en un complejo hospitalario por ir a visitar a un familiar y desconoce que se ha implantado la zona azul. Al salir, observa que su coche no está. El trastorno emocional, temporal (puede llegar a costar dos horas ir al depósito de la grúa y recuperar el automóvil) y económico es descomunal. Peor todavía, es injusto. En sentido contrario, apropiarse de recursos ajenos (pensemos en el asunto de la malversación) merece la pena: la probabilidad de que nos descubran es baja, y en caso de que ocurra, tampoco el castigo es para tanto.

En las películas los buenos ganan casi siempre.

¿Y en la realidad?

Profesor de Economía de la Conducta en la UNED de Tudela