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Troya e Ítaca. Guerra y exilio

Percibí siendo niña, la tristeza de aita y ama, su soledad familiar, aquel ir y venir al puerto de Montevideo para entregar cartas a marineros de confianza de los barcos de Aznar

Troya e Ítaca. Guerra y exilioPor Arantzazu Ametzaga Iribarren

Las primeras obras maestras de la literatura universal, cantadas por Homero, el bardo ciego, describen los sucesos y consecuencias de la guerra de Troya o Ilión, núcleo fundamental del relato, exponiendo magistralmente las fuertes pasiones derivadas de amores, celos, despojo, odios, venganzas padecidos por una humanidad empeñada en una contienda que finaliza con la treta de Ulises, el de los fecundo ardides, adentrando un caballo gigantesco en la ciudad irreductible durante diez años, consiguiendo derrotarla. A partir de ahí se desgrana la travesía de Ulises de regreso a su tierra natal de Ítaca. La guerra duró diez años, el regreso otros diez. Ulises, llamado también Odiseo, simboliza el Exilio que provocan las guerras, aun desde el bando vencedor. En esta segunda parte se narra sus peripecias hasta lograr el propósito del retorno.

Escribo este articulo cuando se cumplen 85 años de aquel 2 de septiembre de 1939, comienzo de la Segunda Guerra Mundial. París, la ciudad de la luz, quedó a oscuras ante el temor de un ataque con gas mostaza, bombas y cuantas cosas terribles podían sospecharse. Aita y ama, exiliadas de su Bizkaia natal, 1937, perdida su guerra libertaria contra Franco, van divagando en ese principio de su Exilio, por Francia, confiando en un regreso que no se dio. Ama esperaba su segunda hija y por indicación del Gobierno Basko del Exilio, preparaba maletas para allegarse a Iparralade, al hospital de los baskos en Bidart. El parto se adelanto y rompió agua en la escalera del edificio. Hubiera podido parir allí mismo, con las graves consecuencias previsibles, si un representante del Gobierno basko no se hubiera aventurado por las calles de la ciudad estremecida de miedo, investigando la situación de los compatriotas, y llevarla a la clínica de un medico bretón que se mantenía alerta. No mas nacer la niña, ella y ama tuvieron que ponerse las mascaras de gas pertinentes.

El Exilio de aita y ama continuó, pues hubo que desocupar Francia y marchar a América donde trajinaron por Argentina, Uruguay y Venezuela. Era un llegar y un irse, siempre con las maletas listas, confiando que el final del camino fuera Euskadi, mas allá del océano, del fin de la guerra mundial, de la fría que le sucedió y de todas las expectativas posibles, salvando obstáculos y peligros graves. No solo debían resolver el problema económico de sus vidas, sino restaurar el moral, enfrentarse al gesto inquisidor de Franco quien les señalo como rojos y masones, además de separatistas. La generación de aita y ama seguir manteniéndose baskos pese a tantos avatares. La idea de un regreso animaba los segundos, las horas, los días y los años de los exiliados, pero no rebajaban la sal de sus lágrimas. Ni la moral de sus corazones.

Los contundentes baskos lograron un refugio para su dolor. Crearon Eusko Etxeak –lo habían hecho en la gran emigración posterior a la ultima guerra foral–, de norte a sur de América donde fue inmediato el establecimiento de Socorros Mutuos con el fin de que ningún basko durmiera en la calle, caso frecuente en otras nacionalidades llegadas de las guerras de Europa, y refuerzo en la enfermedad y en los partos, atendidos con dignidad. Para en los actos continuos de acerbo cultural, el recuerdo de las penas sufridas tanto económicas como morales, alentara y cupiera la esperanza de un retorno al pueblo natal para acudir a la Iglesia donde sus antepasados rezaron y a los cementerios donde descansaban para siempre. Con la resuelta alegría de crear un país nuevo del viejo, porque se trataba de resucitar el euskera, idioma al que le habían echado sal, y restablecer dantzas y música para animar el alma y el cuerpo en la alegría de la vida, tal como la concibe cada colectividad humana.

Percibí siendo niña, la tristeza de aita y ama, su soledad familiar, aquel ir y venir al puerto de Montevideo para entregar cartas a marineros de confianza de los barcos de Aznar y relatar la verdad de su vidas, y recibir notificación real de los sucedidos en el pueblo. Se trajinaba un camino de ida y vuelta continuo, mientras la nueva generación crecíamos. En mi caso tocaba Algorta como ciudad natal, aunque no hubiera discurrido nunca por sus calles ni caminado bajo su cielo. Se nombraba Euskadi como patria fundamental. Se rezaba el rosario como lo hacían las amonas, en euskera, y se vestía de acuerdo al país que dejaron, pero tenían que aceptar que según iban pasando aquellos cuarenta años, sus hijos íbamos creciendo de otra manera. Éramos distintos. Un tanto de allí, un mucho de aquí.

Como Ulises combatieron al gigante de tres ojos, al canto zalamero de las sirenas, navegaron por un mar que los apartaba de lo amado. Aita murió con el nombre de Algorta en sus labios, en su exilio interminable, pero ama me acercó al cementerio de sus mayores. Ellos no se salvaron del último de dolores de Ulises... regresar y no ser reconocidos sino por el viejo perro ciego. El dolor del Exilio nos sigue acercando el dolor que causa Troya.

La autora es bibliotecaria y escritora