En la época de las redes sociales, parece que la posverdad ha venido para quedarse entre nosotros. La posverdad es la distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Y la posverdad no es monopolio de nadie. Está por doquier.
¿Cómo no caer en la trampa de la posverdad? ¿Y cómo hacer para que no te ahoguen proclamas –racistas o del tipo que sea– basadas en visiones interesadas de las cosas, cuando no en falsedades? Cada maestrillo tiene su librillo y su caja de herramientas. Procuro llenar la mía con duda metódica y con lo que denomino autodefensa mental. Procuro mirar con ojo crítico tanto los acontecimientos que nos rodean como los conocimientos presuntamente históricos que las redes sociales nos hacen llegar para justificar cualquier consigna o barbaridad verbal.
Mi primera herramienta es la duda metódica.
Lo primero es comprobar hechos y fuentes. Aquí, como con la comida: cuantos menos alimentos procesados, mejor. Conviene comprobar las cosas, en la medida de lo posible, con fuentes originales: por ejemplo, los documentos de la época y testimonios directos constituyen la materia prima de los verdaderos historiadores. Y aun así, es preciso saber cuestionar relatos oficiales y todo lo que parece obvio, precisamente porque el espíritu científico y el pensamiento crítico se basan en la duda metódica. Cuando miramos el mundo desde nuestra ventana, a priori, el sol parece girar a nuestro alrededor; hay que cambiar nuestra forma de ver las cosas para comprender que no es así.
¡Ojo! Tampoco hay que pasar al otro extremo entrando en la conspiranoia, pensando que siempre se nos manipula, que todo es una ilusión, que un personaje omnipotente mueve los hilos en la sombra. Eso sería señal de impotencia y de crítica mal equipada. Todos podemos formar nuestros propios juicios. Esos juicios serán más o menos acertados en función de la información real, la duda metódica y la visión crítica con la que se hayan razonado. Por eso mismo, hay que saber dudar con método, aprender a plantearse las preguntas adecuadas, afilarlas, neutralizar los sesgos que empañan nuestros juicios y confrontar puntos de vista.
Otra herramienta consiste en tener en cuenta la evolución del propio conocimiento.
A diferencia de la física, ni las ideologías ni la historia son ciencias experimentales: no se puede reproducir la caída del Imperio romano en un laboratorio, ni las circunstancias en la que surge determinada forma de pensar.
Por eso mismo hoy podemos pensar y opinar de forma incluso diametralmente contraria a las opiniones que albergábamos en el pasado. La experiencia es un grado y con ella se razona con mayor criterio. No pasa nada. Y al aplicar el sentido crítico con el tiempo, nos damos cuenta de que las premisas y convicciones que albergábamos pueden no resistir un mínimo análisis. Podían incluso fundamentarse en premisas que hoy conocemos como falaces.
El caso es que ser conscientes de ello nos fortalece. Algunas ideas envejecen mejor que otras. Y algunas no resisten el paso del tiempo. Aferrarse a las mismas puede ser síntoma de dogmatismo u extremismo. Eso sí, conviene prepararse para nadar a contracorriente en tales circunstancias.
Una tercera herramienta importante es el afilador de las propias preguntas que conviene hacerse.
Se trata de impedir esos dogmatismos comprobando con absoluta frialdad si esa ideología resiste la realidad tal y como la vemos hoy en día. Es un test de validez. Lógicamente, hay que ser cortante y despiadado con las preguntas que nos planteemos a nosotros mismos.
La enorme mayoría de nosotros no creamos ideologías, sino que nos apuntamos a ellas. Y estas suelen basarse en pensamientos de otros. Entonces, para mí, surge la pregunta de la elección de los ideólogos seleccionados: ¿por qué ellos? ¿Se justifica la selección por exigencias científicas, lógica económica, objetivos políticos, pereza intelectual o incluso amiguismo? ¿Es lo suficientemente amplia la gama de puntos de vista representados como para que me pueda formar una opinión propia? Hay que cuestionarse la calidad de las coordenadas en las que se basan, y sobre todo, la visión del mundo que se esfuerzan por promover.
Mi cuarta herramienta es el rechazo del argumento de la presunta autoridad.
No conviene dejarse impresionar por gente que pretende envolverse en capas de nobleza intelectual: decir que algo «es cierto porque lo dice tal (presunto) experto» carece de rigor. Del mismo modo, el reflejo académico de descartar una hipótesis, limitándose a decir que «es más complejo», no es muestra de tener o no razón, sino de desprecio erudito. Ese desprecio se contagia a los fans de determinados presuntos eruditos, como cuando alguien pretende desautorizar despectivamente al autor de determinada tesis, diciendo que «ya está este erudito sentando cátedra» para, a continuación entronizar como verdad absoluta la de otro presunto experto que –ese sí– es puro y casto y, por tanto, cuenta con bula para sentar cátedra. Cuando hay desprecio, hay emoción. Y cuando hay emoción no hay rigor.
Mi última herramienta es el comprobador de rigor.
Si una afirmación pretende ser rigurosa, utiliza gran número de fuentes de diversa índole. También conviene someter a estas a un minucioso análisis. Conviene examinar su contexto, sus autores, sus destinatarios y la función que deben cumplir.
A veces se intenta avalar la solidez de una opinión acudiendo a la hemeroteca. Suele considerarse a la hemeroteca como fuente neutral de información. Y no lo es. Porque siempre es importante deslindar hechos de opiniones y orientaciones políticas y de los contextos temporales de los que las hemerotecas están llenas. Esas opiniones y orientaciones pretenden determinar la forma en que se relata un hecho.
También se suele dar más importancia a la documentación de que se dispone, simplemente por tenerla ante los propios ojos. Esta tendencia se acentúa cuando el archivo procede de fuentes presuntamente «restringidas», pero los archivos «ocultos» no son por ello más verídicos que los de acceso más fácil.
Ya decía Carl Jung que pensar es difícil, y que por eso la mayoría de la gente prefiere juzgar. Las propias características de algunas redes sociales favorecen esto, por ejemplo con la limitación en el número de caracteres, lo que hace que en las mismas se vean veredictos de los que parecen extraídos de juicios sumarísimos. No hay que caer en la trampa de responder con otro veredicto sumarísimo. Podemos saltarnos el número de caracteres aportando argumentos en formato de imagen.
En redes, prima lo que podríamos llamar el «el efecto de mercado». Los polemistas falaces tienden a dedicarse a temas «prometedores», es decir, susceptibles de interesar a un público que comprará sus ideas. Para ello eligen cuidadosamente el momento. Por ejemplo, aprovechando una puntual indignación generalizada por un hecho para difundir ideas inaceptables. También se puede aprovechar ese mismo efecto de mercado para contra-argumentar.
¿Conviene entrar en polémicas con mensajeros de posverdades? La tentación de cortar amarras y banearles es grande, desde luego. Y come mucho tiempo, que no siempre se tiene, para exponer sus falacias. Pero en ocasiones puede ser interesante. Aunque solo fuera para que no caigan en la impresión facilona de que no se discute con ellos porque su posverdad es indiscutible.
También se puede discutir la posverdad fuera de las redes, como aquí mismo.