El hispanista Paul Preston apunta en su biografía de Franco la siguiente anécdota: durante la inauguración oficial del Valle de los Caídos, el autoproclamado generalísimo recorría la basílica junto al arquitecto Diego Méndez, coincidiendo con los 20 años de su victoria tras el golpe de Estado. Al llegar al lugar escogido por el dictador, este le dijo: “Bueno, Méndez, y en su día, yo aquí, ¿eh?”.
Es evidente el marchamo megalómano que Franco quiso darle a este complejo cuyo nombre original de Cuelgamuros se ha recuperado. En el recuerdo queda el lugar ligado al borrado del reconocimiento y el homenaje a todas las víctimas que se resistieron al golpe de Estado con sus vidas. Los monjes que ahora viven allí se han convertido en irreductibles, y no quieren salir de ninguna manera. Saben que dicho complejo, construido a la mayor gloria de Franco, se levantó a base de trabajos forzosos de los perdedores durante 18 años. La intrahistoria cuenta los miles de trabajadores de presos hacinados en barracones obligados a levantar este inmenso cementerio de la necrofilia bélica, con casi 34.000 víctimas del franquismo ahí enterradas, además de otros miles de adeptos al régimen.
Francisco Franco no yace allí desde 2019. Su esfuerzo costó sacarlo de la basílica, pero menos que la salida de la comunidad monástica acaudillada por el prior Santiago Cantera, quien ha dado muestras sobradas de seguidor de Franco más que de Benito de Nursia, cuya festividad se celebra cada 11 de julio; esto último es lo que me ha aguijoneado a esta reflexión. ¡Qué diría este gran santo sobre el espíritu monástico en torno a la figura de un dictador que utilizó a la Iglesia católica en su beneficio! Parece que habrá que esperar al menos hasta 2025 para que cambien las cosas.
Monjes aparte, esta distorsión democrática no podría haberse mantenido tanto tiempo en democracia, de no ser por los muchísimos franquistas con influencia –política, mediática, económica, religiosa– que presionan para que aquel legado se mantenga en la mentira de la concordia entre los muertos, tal y como proyectó su principal promotor, que para sí se reservó el lugar de mayor relevancia dentro de la basílica. Ahí sigue la impunidad de la Fundación Nacional Francisco Franco –esperemos que pronto sea ilegalizada– que en su impunidad presentó un escrito ante el Ministerio de Justicia donde solicitaba el rechazo de la identificación de los vascos enterrados en las fosas comunes del complejo para dificultar la devolución de sus restos a Euskadi, tal como pidió nuestro Parlamento de manera oficial.
Proyectarnos en el futuro es una necesidad ligada a la esperanza... pero hay que hacerlo desde la dignidad del pasado. El Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos (Gogora) tiene elaborado un informe en el que señala que al menos 1.231 vascos fueron enterrados en Cuelgamuros a mayor gloria del régimen, de los cuales la mayoría están identificados, y casi todos fueron llevados al mausoleo franquista sin el consentimiento de sus familias. La mayoría (1.076) fueron trasladados desde Euskadi y el resto desde los distintos lugares donde se estableció el Frente del Ebro.
Lo cierto es que un convenio de 1958 sigue rigiendo el mayor cementerio de la Guerra Civil. Por una parte, el plan del gobierno español es transformar el significado actual del complejo del Valle, acorde a los valores democráticos y la memoria histórica, mediante la negociación con el Vaticano la salida de los monjes. Discreción que por ahora es silencio, y se hace pesado. Por el otro flanco, la actitud de estos monjes podría cambiar si el abad de la abadía de Solemnes, Francia, de la que depende el prior Cantera, presionara lo suficiente para enmendar este desatino religioso. A estas alturas, algo deberían decir en público los benedictinos de bien, aunque no es plato de buen gusto. Los hechos dan para reflexionar desde la fe si la Cruz del Valle, considerada la cruz más grande del mundo gracias a sus 150 metros de altura, es un símbolo cristiano o, por el contrario, representa allí la marca de un dictador que la utilizó para dulcificar sus delitos montando un lugar sagrado que mancilla el Evangelio.
Ya fue lamentable la implicación de la Iglesia oficial con el régimen (a excepción de la mayoría del clero vasco), como para que ahora tengamos que sufrir quienes nos sentimos cristianos por el escándalo que supone la cobardía disfrazada de prudencia que tan mal cuadra con las actitudes de Jesús de Nazaret.